Quienes desde diferentes puestos hicimos oposición al gobierno de Uribe en su primer y segundo mandato, sabemos lo que fue la represión desbordada e impune, el amordazamiento a la crítica por mínima que fuese, el silencio homogéneo que se apoderó de amplios sectores de la sociedad frente a la barbarie; fue el cenit de la hegemonía uribista: empresarios, muchos periodistas, varios artistas, la mayoría de los vecinos en los sectores populares, la casi totalidad de las instituciones y hasta algunos sindicalistas traidores de los trabajadores se encuadraron sólidamente alrededor del proyecto autoritario y fascista de Uribe Vélez. Recuerdo nítidamente a varios ex profesores del colegio público en que estudié -otrora izquierdistas- citando frases de revolucionarios para justificar su apoyo al uribismo.
El unanimismo alrededor de los postulados del gobierno fue tan grande, que uno de los candidatos “alternativo” de la época, Antanas Mockus (del Partido Verde que también en esa época se decía de centro) se ofreció a cuidar y continuar las políticas centrales del uribismo: la llamada Seguridad Democrática, la confianza inversionista y la denominada cohesión social, banderas a las que Uribe llamo en su acostumbrado tono “los tres huevitos”.
Uribe Vélez llegó a la contienda por la presidencia en 2002 como un tipo más o menos desconocido en la política nacional, pese a lo cual registró un ascenso meteórico en la campaña, pasando de registrar márgenes muy bajos en las encuestas, a barrer en la primera vuelta a políticos de los partidos tradicionales que estaban haciendo fila para ocupar la presidencia hace rato; la victoria de Uribe además fue una de las poquísimas oportunidades en la historia hasta ese momento en la que alguien pudo volverse presidente sin estar patrocinado directamente por los partidos tradicionales (aunque claramente fue apoyado por liberales y conservadores por igual).
El uribismo posee si se quiere tres grandes méritos históricos desde el punto de vista de las derechas: primero, rescató el legado histórico filo-fascista del laureanismo y los leopardos; segundo, encarnó el proyecto anticomunista y de despojo de paramilitares, ganaderos, terratenientes y mafiosos y, por último, fue capaz de amalgamar el cansancio de la población con la guerra en una matriz común ultraconservadora en lo cultural, neoliberal en lo económico, pronorteamericana en el ámbito internacional y autoritaria en lo socio político, articulando con ello lo que podríamos llamar un fascismo a la criolla que se legitimó con la narrativa de identificar al movimiento guerrillero y su accionar con cualquier crítica o visión alternativa de la realidad por tímida que fuese y que propuso, para derrotar la amenaza terrorista, un régimen de excepción y guerra arrasada. Las “verdades” repetidas por el uribismo en los medios en tono desenfadado y con estética pedestre se convirtieron en consensos para un sector amplio de la sociedad.
Las revoluciones también pueden ser de derechas y aquella lo fue. En las izquierdas hemos sido propensos a explicar las victorias del uribismo exclusivamente como un resultado de las presiones del paramilitarismo y la mafia en las regiones y claro que ese es un factor influyente, pero se olvida que la retórica uribista fue capaz de embrujar a millones de colombianos y colombianas que veían en ese proyecto una cruzada para “rescatar” y “liberar” al país, siendo Uribe el caudillo de esa gesta.[1] También desde esas orillas hemos hecho del uribismo una lectura que lo entiende como un fenómeno exclusivamente militarista y autoritario, perdiendo de vista otras aristas claves para entender la esencia de ese proyecto, como el proimperialismo descarado, la entrega de los bienes comunes al capital financiero especulativo y el doloroso ajuste económico neoliberal que implicó un enorme retroceso en derechos, a costa del cual los grandes empresarios amasaron enormes fortunas.
Con la salida del poder de Uribe en 2010 y con la pugna que se abrió al interior del bloque hegemónico por el rumbo que empezó a tomar el gobierno de Santos —que se desligó del uribismo en algunos aspectos, como el proceso de paz, sin por ello alterar el carácter antipopular y oligárquico común a todos los gobiernos colombianos—, el destino del uribismo como fuerza y proyecto político ha sido el de un lento pero progresivo desgaste y retroceso. Es indiscutible que el uribismo sigue siendo hoy una fuerza electoral y social importantísima, al punto que entre quienes hoy se reclaman anti uribistas permanecen muchos de los argumentarios, valores y puntos de vista que este proyecto ha sembrado en la sociedad (esto es muy evidente en discusiones como el aborto, la política carcelaria, los derechos de las sexualidades disidentes, la mal llamada “limpieza social”, etc.) en lo que puede considerarse una pervivencia de cierto uribismo sociológico que también se manifiesta en las instituciones y el alto funcionariado estatal, pero ahora estos dispositivos tienen menos fuerza y son menos influyentes que antes…
Puede decirse, como en el célebre diálogo de Los Simpson que, “la vieja mula ya no es lo que era”. Esta pérdida de poder convocador y de centralidad política del uribismo es un efecto de las luchas de los sectores sociales y populares alternativos que han conseguido golpearlo desde diferentes escenarios y con diferentes actores, pero es también —y esto no conviene perderlo de vista— resultado de un reajuste intestino que se está produciendo entre los que mandan. El uribismo fue un proyecto que las élites auparon y toleraron a una sola voz en tiempos excepcionales, ese consenso no obstante se viene resquebrajando producto de muchos cambios económicos, políticos y sociales a nivel nacional e internacional, para los poderes fácticos y las élites es necesario, a fin de mantener el poder en las manos, hacer una serie de ajustes y cambios que el uribismo por su sustrato ideológico, político y de clase no puede llevar a cabo.
Resultado de esta situación es que vemos cada vez con más frecuencia al uribismo apelando a los núcleos discursivos más intransigentes entre sus seguidores, aumentando la animosidad incluso contra sus excolaboradores, empleando claves que en nuestro país se han asociado más a la izquierda política, como la movilización de masas callejera, la denuncia de los medios de comunicación tradicionales, la idea del complot desde arriba o desde el extranjero contra su posición política. Esto lejos de representar fuerza, evidencia su debilidad e incapacidad de ser otra vez el punto de convergencia de las posiciones dominantes.
Pero el uribismo está lejos de dejar de ser una amenaza, los fascismos aun cuando sean criollos y del siglo XXI no saben desaparecer de la escena pública pacíficamente, ya hemos visto muchos de los seguidores del llamado “presidente eterno” que tras la decisión de la Corte han llamado —veremos hasta dónde, por la bravuconada tan inherente a la retórica uribista— a armarse y movilizarse. Vivimos días interesantes y complejos en los que para evitar el remozamiento del fascismo golpeado y la continuidad del modelo capitalista al que este le sirve, necesitamos forjar a partir de nuestras luchas y experiencias una alternativa electoral, cultural, política y social que apunte a superar el estado de cosas vigente y se atreva a avanzar en la dirección de otra Colombia, hoy más necesaria que nunca.
Aunque los problemas de Colombia no se acaban con una medida de aseguramiento contra Uribe, es siempre un gusto ver a los privilegiados que se creen intocables y por encima de la institucionalidad, sujetos al imperio de la Ley —que ha sido solo para los de ruana—. Un país sin Uribe, ni Santos y sin quienes desde el centro aspiran a sustituirlos manteniendo todo lo demás igual, solo nace si seguimos con valor y optimismo caminando en su búsqueda sin rendirnos ni aflojar. Se acelera con estos hechos el ocaso de una fuerza política que ha pontificado siempre sobre legalidad y el respeto a las instituciones, y que hoy con furia se ve obligada a pasar a la defensiva justamente en ese terreno. Por hoy a su miedo y sus amenazas apocalípticas opongamos la esperanza de un pueblo que teme cada vez menos a los tiranos.
[1] Los errores del movimiento insurgente y sus limitaciones para enfrentar la guerra mediática deben también tenerse en cuenta para hacer un balance completo de esa situación.