Las distintas protestas que fueron abriendo paso al nuevo milenio, dejaron en evidencia la tendencia a la concentración de capital y a la precarización de las condiciones de las mayorías sociales.
Hace unos años, los discursos referidos a la clase trabajadora o a la clase popular, asociados a su vez a los discursos de izquierda, fueron desacreditados ante la estrepitosa caída de la Unión Soviética y de las experiencias del bloque del este europeo. Con el paso de los años 90s y lo que va de los 2000, el capitalismo, en su modalidad neoliberal —que salió triunfante de la guerra fría—, puso de manifiesto que la ampliación de la clase media no era más que una utopía opacada por el aumento de las brechas sociales.
Las distintas protestas que fueron abriendo paso al nuevo milenio, dejaron en evidencia la tendencia a la concentración de capital y a la precarización de las condiciones de las mayorías sociales. Las medidas de algunos gobiernos locales no fueron suficientes para ponerle freno a las tendencias de la economía mundial que conducen a la crisis y que, a su vez, llevan a la ampliación de la desigualdad.
En el siglo XX, el imaginario de clase fue asociado a lo fabril, a una relativa estabilidad, y al varón proveedor que salía de su casa a la empresa, mientras se negaba, a nivel social, el lugar de las trabajadoras y el papel del trabajo doméstico —fundamentalmente femenino— en la reproducción del capitalismo.
unos creativos que llegaban a tener grandes fortunas, y otros perezosos signados por la pobreza.
A principios del siglo XXI, con las políticas que fueron destruyendo los modos de organización sindical, a partir de mecanismos de contratación caracterizados por la inestabilidad y la incertidumbre, y con la promoción de la ideología del emprendimiento individual y del yo como producto —que, a partir de ejemplos muy específicos y sesgados, vende la idea de la movilidad social más allá de condicionantes estructurales—, la noción de clase quedó casi en desuso, dando paso a una visión según la cual la sociedad no era más que una suma de individuos: unos creativos que llegaban a tener grandes fortunas, y otros perezosos signados por la pobreza.
Pero la crisis económica puso de relieve que ni la creatividad ni el trabajo sin descanso conducían necesariamente a la riqueza, ya que la riqueza tenía que ver, más bien, con las fortunas heredadas, la explotación, la acumulación desde la ilegalidad, y las conexiones con el poder. El mito de la película «En busca de la felicidad» se va desvaneciendo ante la escena de los Estados rescatando a los bancos y respaldando con políticas fiscales a los grandes ricos implicados en la crisis financiera de 2007/2008. No se trataba de un individuo ante el mundo, sino de una mayoría social ante un grupo de millonarios. A propósito de esto, siempre viene bien recordar la célebre frase del empresario Warren Buffet: «hay una guerra de clases y la estamos ganando los ricos».
El «Occupy Wall Street», o las protestas de «Los indignados» resaltaban la inmoralidad e injusticia de esa división de clase entre el 1% de grandes propietarios, frente a un 99% de personas asalariadas y desempleadas, y advertían los riesgos de la indiferencia sobre la continuidad de ese orden de cosas.
la célebre frase del empresario Warren Buffet: «hay una guerra de clases y la estamos ganando los ricos».
En Colombia, con el estallido social y los antecedentes de protestas previas, se fue configurando una conciencia tácita en la que se exaltaba la solidaridad barrial, y en la que se asumían como semejantes a las personas precarizadas y desempleadas. Al mismo tiempo, iba quedando en evidencia el talante de los sectores de élite, que acudieron incluso a métodos paramilitares para enfrentar a los sectores movilizados.
Así, con el paso de los años, la noción de clase y de clase trabajadora volvió a aparecer en el mapa, quedando también en evidencia su composición feminizada y racializada, en contraposición a la imagen previa de un segmento social de carácter masculino y blanco. Pero, como ya lo decían los autores clásicos, una cosa es la clase social y otra la conciencia de clase.
La conciencia de clase —trabajadora— no consiste ni en una suerte de envidia hacia los grandes propietarios ni en la resignación ante el empobrecimiento o la precariedad, sino más bien, en el reconocimiento del orden estructural de desigualdad, el rechazo de las relaciones de explotación, y el deseo de cambio.
La clase trabajadora, o la clase popular —hablando en un sentido más amplio—, no es la misma del siglo pasado. Está mucho más fragmentada, tiene más modalidades de empleo y, si bien tiene un mayor nivel de profesionalización, está más precarizada; no goza de una identidad común, y ha cedido, en gran medida, a la ideología de la autoexplotación. La conciencia de clase, en ese sentido, es útil para identificar cómo las situaciones adversas a nivel económico-emocional no son solo efecto de conductas individuales aisladas, sino que tienen todo que ver con el sistema capitalista fundamentado en la inequidad.
La conciencia de clase consiste en el reconocimiento del orden estructural de desigualdad, el rechazo de las relaciones de explotación, y el deseo de cambio.
La conciencia de clase sirve también para imaginar políticamente las alternativas de organización social que cuestionen las formas de explotación laboral, sin perder de vista las formas de opresión por raza y género que fueron casi omitidas en años pasados. Alternativas que se opongan, además, a los mecanismos de represión y dominación que buscan divorciar la libertad de la igualdad. Sirve, en últimas, para superar la mentalidad de «tiburón» de estos tiempos, tan útil a los poderosos, y tan inútil a las aspiraciones de cambio estructural.
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