Colombia: ¿en realidad somos gente violenta por naturaleza?

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Las masacres, las casas de pique o la mal llamada “limpieza social” practicada por el paramilitarismo; los secuestros o los ataques bomba de las insurgencias armadas, los asesinatos extrajudiciales realizados por la fuerza pública y la aún oscura relación entre el Estado y el genocidio del partido político Unión Patriótica; la innovación en los dispositivos para asesinar durante la “época de la violencia” con las -tristemente- populares formas de degollar a los adversarios, y la actitud pasiva de asumir la muerte diaria de seres humanos en el país por parte de la ciudadanía de a pie; son solo algunos de los ejemplos que pueden llevar a que parezca que en Colombia somos personas violentas “por naturaleza”.

Acaso ¿hay una especie de gen de la violencia en nuestro ADN que lleva a un eterno retorno de lo violento, en donde la muerte y la agresión son la única forma de relacionamiento entre los actores políticos y la ciudadanía misma?

Por fortuna, las investigaciones e indagaciones provenientes de las ciencias sociales han puesto en cuestión la existencia de una “naturaleza humana” para explicarnos que lo que hace humanos a los humanos no es una esencia transhistórica sino algo más simple y a su vez complejo: la cultura. Un tema hecho categoría de análisis del que desbordan litros de tinta desde hace más de un siglo, pero que ha dejado un consenso mínimo: que la cultura es una construcción social, y que por ende puede cambiar históricamente en función de múltiples factores. 

Esto significa que la violencia como actitud frente a lo otro y como mecanismo de relación social tiene que ver con una construcción histórico-social, hace parte de la forma en la que se ha configurado nuestra cultura política.  

Esta certidumbre relativa nos permite salir de la fatalidad que supone pensar “una naturaleza humana” en apariencia inmodificable, y dar paso a una apertura hacia otra posibilidad: que en Colombia la violencia no es un rasgo de naturaleza, no es un gen criollo, sino que hace parte de una construcción social, y por consiguiente, que la violencia es una expresión de la forma en la que hemos construido las maneras de relacionarnos con otras personas, como sociedad, y de relacionarnos con el Estado. Esto significa que la violencia como actitud frente a lo otro y como mecanismo de relación social tiene que ver con una construcción histórico-social, hace parte de la forma en la que se ha configurado nuestra cultura política.  

Culturas políticas

La noción de cultura política, si bien tiene la potencialidad de pensar lo aparentemente dado, precisamente como algo no dado sino construido; tiene la dificultad de no contar con una sola definición, como sucede también con la noción de cultura, y tal vez en menor grado, la de política. 

Es en este sentido que el politólogo Norbert Lechner hace el llamado a no hablar de cultura, sino de culturas políticas, en plural.

“Que el fenómeno se diluya apenas tratemos de precisarlo, nos señala (… que): no existe la cultura política. A lo más podríamos hablar de las culturas políticas. En ausencia de criterios abstractos para definir (…) habría que usarla solamente como una categoría relacional que permite confrontar las orientaciones colectivas de dos o más actores respecto a cuestiones políticas”.

Esta concepción nos ayuda a  entender por ejemplo que en nuestro país no existe una sola cultura política configurada de un modo en el que se legitima o  se normaliza la violencia contra el adversario o lo otro distinto, sino que por el contrario existen otras configuraciones en las que cabe una actitud democrática respecto al adversario, es decir, que pese a las diferencias existentes, estas no se traducen en la agresión inmediata o la eliminación del que piensa distinto.  

Recogiéndose en la misma línea de Lechner, el reconocido cientista social colombiano Fabio López de la Roche propone en su ensayo “Tradiciones de cultura política en el siglo XX” la siguiente forma general de entender la cultura política en clave relacional: “el conjunto de conocimientos, sentimientos, representaciones, imaginarios, valores, costumbres, actitudes, y comportamientos de determinados grupos sociales, partidos o movimientos políticos dominantes o subalternos, con relación al funcionamiento de la acción política en la sociedad, a la actividad de las colectividades históricas, a las fuerzas de oposición, a la relación con el antagonismo político, etc” que se van construyendo  en un proceso histórico a partir de una compleja trama de interacciones. 

Para la profesora española Araceli Mateos, basada en el politólogo irlandés Brian Girvin, se pueden distinguir distintos niveles de análisis para entender la cultura políticaque ya sabemos que para mayor precisión tendríamos que asumirla como culturas políticas en plural y que pueden ser útiles para que tengamos unas coordenadas generales a la hora de pensar nuestro caso como país, aunque en una perspectiva más político-institucional que sociopolítica como en la concepción de los dos autores previos. Las organizamos de la siguiente manera:

Es importante tener en cuenta que se trata de distinciones que se dan en el orden de lo teórico, pero que por supuesto están rebasadas por la dinámica de la realidad social.

En el marco de esta muy breve caracterización conceptual de la noción de cultura política, es posible ahora adentrarnos en lo que nos concierne concretamente: ¿Cómo se ha configurado nuestra cultura política que nos ha llevado a normalizar o a legitimar la violencia? Para encontrar algunas pistas que nos dieran luces al respecto, decidimos salir a la calle a preguntarle a la gente, e ir a algunas universidades para charlar con investigadores y expertos de distintas áreas. 

En la calle nos encontramos con una primer clave: nuestra cultura política está marcada por la intolerancia de los puntos de vista contrarios, que en muchos casos es alimentada por diversos liderazgos políticos a los que les es útil ese rechazo al diferente. 

En la academia dimos con otra pista que vamos a desarrollar a continuación, pero que a grandes rasgos se puede sintetizar en que identifican la raíz en la construcción del Estado-nación colombiano sobre la base de la desigualdad económica y la exclusión espacial, mediante opresiones realizadas en las dimensiones de clase, género y raza que en muchos casos devinieron en violencia. 

La cultura política desde la perspectiva de derechos

Para la abogada Sibelys Mejía, la legitimación de la violencia se puede entender como la justificación de la misma, y la normalización como su no cuestionamiento. Respecto a la violencia, señala que es necesario precisar su caracterización amparándose en el célebre investigador noruego Johan Galtung que distingue “las violencias estructurales, las violencias culturales y la violencia directa como el tipo de violencia que se visibiliza y que se siente de alguna manera, como su denominación lo indica, de manera más directa”.

Sibelys sostiene que “lo que nos encontramos es con formas de expresarnos, formas de comunicarnos, formas de relacionarnos con el otro y concretamente con la institucionalidad, que responden a justificaciones desde niveles de desigualdad estructurales en los que la comunicación con el Estado de otras formas, incluso desde las formas jurídicas creadas desde la Constitución, desde las normas, no se convierten en formas efectivas o en formas eficaces para acceder a los derechos” que derivan en manifestaciones de violencia directa en la construcción de demandas al Estado, dada la violencia estructural existente desde el siglo XIX.

Para Clara Castro, trabajadora social y profesora universitaria especializada en memoria histórica y pedagogía de la memoria, la dinámica de un contexto de violencia histórica “lleva a configurar unos efectos que nos lleva a relacionarnos con el otro a partir de lógicas de negación y desprecio y muchas veces desde lógicas de deshumanización, que Zamalloa plantea que son lógicas que están muy aferradas al prejuicio. 

Cuando nos amarramos a los prejuicios frente a los otros, reproducimos esas lógicas de violencia que son las que nos han llevado también a estar en este momento de polarización y negación de los otros” por lo que es imperativo hacernos las siguientes preguntas como sociedad de cara a superar la lógica de la naturalización frente a la violación sistemática de derechos humanos en el país.

¿Qué imágenes heredadas y justificatorias de la violencia hemos venido construyendo a lo largo de nuestras trayectorias vitales? Y ¿Cómo hemos normalizado una situación constante de violación a los derechos humanos en un contexto de continuidad de la violencia? 

La cultura política en perspectiva histórica

El investigador Dairo Sanchez rastrea la configuración de la cultura política desde los tiempos coloniales, y resalta que en primer lugar es fundamental partir de una concepción de la cultura como un proceso en disputa: “la cultura más que un conjunto de costumbres que definen un conjunto social, es un campo de disputa, donde se enfrenta diferentes fuerzas para darle sentido a ciertos enunciados que constituyen el sentido común”.

Teniendo en claro este punto, nos explica qué es importante entender lo que era Colombia en los tiempos coloniales, es decir el Nuevo Reino de Granada, pues estaba organizada “como un archipiélago de formaciones de poder, que implicaba un aislamiento de los centros coloniales que buscaban gobernar el territorio” lo que imposibilita un gobierno efectivo en todo el territorio, y tuvo una repercusión directa en la construcción del Estado-Nación, al trazarse unas jerarquías etno-raciales “dividiendo el territorio entre núcleos civilizatorios y paisajes barbáricos. Es decir, una geografía de la raza”.

Esta geografía devino en regionalismos entendidos como “una jerarquía que definió el desarrollo de la civilización fundamentalmente en los Andes y definió que, en los valles, costas y Amazonía, no era posible construir nación. 

Es decir, el ‘Andinocentrismo’ estableció a su vez en el paisaje, unos marcadores de racialización —de raza; que se puede entender como la identificación de algunos lugares como ‘tierras calientes’ e inhóspitas, en las que habitan poblaciones que son asumidas como cercanas al estado naturaleza, siendo por consiguiente “incivilizadas” y por ende objeto de violencias contra ellas.

Al respecto, señaló Sánchez que “hay un principio de suspensión de criterios éticos y morales que operan sobre un cuerpo blanco y en el caso de cuerpos racializados, esos criterios éticos son suspendidos. Por ello la violencia que se ejerce contra los territorios y poblaciones de las periferias, no tiene implicaciones éticas, jurídicas, ni políticas para sus perpetradores. Es decir, se deshumanizan estos cuerpos, convirtiéndose en cuerpos dispensables”  

En conclusión, para Dairo Sánchez “la cultura como una dinámica compleja de disputa en torno a la configuración de la Nación y cómo estos mecanismos culturales siguen habitando las sociedades contemporáneas, y operan como una matriz de ordenamiento de los modos de violencia contemporáneos” siendo la violencia un dispositivo de exclusiones de marcado carácter racial, con una pesada carga histórica.

Desde otra lente de análisis, el historiador Renán Vega Cantor plantea que la consolidación del bipartidismo en el S.XIX da rienda suelta a una constante de violencia en la historia colombiana, dado que fue un hecho que dejó de lado a otras fuerzas políticas distintas a los liberales y a los conservadores. Asimismo, destaca el papel de la iglesia católica, que al hacer parte activa del Partido Conservador, fue un factor que exacerbó la intolerancia política e ideológica, y que permitió que los conservadores se instauraran durante medio siglo en el poder. 

En ese sentido, Renán Vega sostiene que la ausencia de reformas políticas que impulsaran la participación de otros sectores de la sociedad marcó el primer siglo de la vida política en Colombia, lo cual dio paso al fortalecimiento de un espíritu de violencia excluyente característico de las clases dominantes, pues la aparente solución a los problemas radicaba en la persecución del enemigo o contrincante. 

Así, el uso histórico de la violencia en Colombia como instrumento de dominio, tiene que ver con la lectura de un otro diferente que no es reconocido sino eliminado, como afirma Vega: “en la sociedad colombiana siempre se ha planteado la idea de un enemigo, desde el siglo XIV, siendo estos: el masón, el liberal, el socialista, el comunista, el anarquista, el estudiante, el profesor, el campesino, todo aquel que protestara de una manera. Siempre fueron tratados como problemas represivos y de orden público” 

De esta manera, para Renán Vega “la violencia en Colombia puede ser explicada a partir de un anticomunismo endémico, propugnado desde las altas esferas del poder, en cabeza de la iglesia católica, del partido conservador y por último del sistema político Colombiano”. Por lo que, en este contexto, la violencia ha sido el mecanismo por el cual las clases dominantes han legitimado su poder y una de sus consecuencias más agudas se evidencia en el levantamiento armado al que han tenido que recurrir algunos sectores de la oposición para canalizar sus demandas y reivindicaciones. 

Por otro lado, el historiador menciona otro factor altamente explicativo de este fenómeno violento en Colombia, que es la implementación de una política de seguridad nacional por parte de los EUA durante los últimos 70 años, y que ha sido asumida por las clases dominantes de nuestro país, haciendo que Colombia se convierta en un bastión de ese anticomunismo y persiguiendo, con ello, a todos los que piensan distinto. Vega señala que esto ha sido reforzado por “el papel negativo que desempeñan los medios de comunicación de masas, a través de los cuales se reproduce la imagen del enemigo de la sociedad colombiana, retratado en el comunismo”.

De esta manera señala los múltiples factores que han contribuido a la normalización de la violencia en el país, en contraste con otros países. “La violencia en Colombia ha sido peor que en las dictaduras vividas en Latinoamérica, porque acá se ha creado una apariencia de un régimen civil democrático, pero profundamente intolerante que persigue todo tipo de oposición, que no ha abierto el sistema económico y que no ha impulsado reformas elementales que sí se han implementado en el resto de países de América latina”, manifestó Vega. De tal forma es preciso entender la violencia en nuestro contexto como “un proceso histórico, resultado de las injusticias y de la desigualdad, pero también de rebelión de importantes sectores de la sociedad colombiana”.

Por otro lado, para Diego Carrero, profesor universitario e integrante del Grupo de Investigación en Pensamiento Fiscal; manifestó que desde el punto de vista económico, la violencia “empieza con el intento de modernización del país con las reformas liberales en la mitad del siglo XIX, que buscaban democratizar el campo y la tierra. Sin embargo, con la violencia generada por los conservadores y la constitución de 1886, en el siglo XX, todos los intentos de democratización y de reforma agraria fueron truncados”. 

En este marco, Carrero destaca una cultura católica ligada a la concentración de la tierra, en tanto la concentración del poder político se sumaba a un catolicismo arraigado al poder terrateniente. 

Frente a esto, el investigador señala lo que en Colombia sería un capitalismo atrofiado por el poder terrateniente, dado que “a diferencia de otros países de Europa y América latina, en Colombia los terratenientes no tuvieron que adaptarse a las reglas de juego que imponía el Capital, sino que la naciente burguesía y los industriales tuvieron que adaptarse a las reglas de los terratenientes(…). Eso significó la construcción de un capitalismo atrofiado, que desencadenó una serie de conflictos ligados a la tenencia de la tierra y a las relaciones sociales de producción en el campo, que conlleva al uso de la violencia como mecanismo de acumulación y concentración del poder”.

De acuerdo con Carrero, la falta de desarrollo de los elementos esenciales para el establecimiento de una democracia liberal debido al poder terrateniente en Colombia, implicó que con la llegada del neoliberalismo y el régimen de acumulación financiero, se acrecentaran los niveles de desigualdad, lo cual, a su vez, tuvo diferentes expresiones en el campo y en la ciudad, generando “‘cinturones de miseria’ que crecieron sobre la base de los campesinos desplazados hacia las ciudades y ahora explotados en lo urbano”.

Periferias

Ante este escenario de imposibilidades para desarrollar en las zonas rurales proyectos que beneficien a sus comunidades, surgen formas de resistencia como el desarrollo de economías ilegales en un campo marcado por la explosión de múltiples violencias.

Para Carrero “el desarrollo de un capitalismo rentista, primero sobre la base de la acumulación de tierras y luego sobre la base del poder financiero (…) configuró una sociedad desigual que vio en la violencia una forma de generar riqueza y de poder subsistir” por lo cual, sostiene que la clave reside en la transformación de este capitalismo rentista hacia otras formas de generar y distribuir la riqueza para superar el círculo fatídico de la violencia en Colombia. 

La cultura política desde la exclusión espacial 

La profesora universitaria de geografía, Marisol Ávila, afirma que “nuestra conformación como Estado-Nación trae consigo el hecho de la violencia” ya que “en términos espaciales la violencia viene con la forma que se establecen las fronteras y la repartición desigual del territorio” siendo la violencia en ese sentido “injusticia espacial y territorial”.

A continuación, por su valor pedagógico, reproducimos en extenso las ideas generales de la charla con la profesora del departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Pedagógica Nacional: 

“Desde la colonia hasta nuestros días, el espacio y el territorio se convierten en la materia prima del conflicto y de la violencia. Desde el punto de vista agrario, las mejores tierras quedan en manos de latifundistas y las inversiones del campo las trasladan a las ciudades para también convertirse en dueños de las ciudades.

Ese acaparamiento de tierras provoca emigraciones de masas de desposeídos que se trasladan a las ciudades, provocando procesos de urbanización desigual, injusto, policivo y punitivo. El campesino desposeído que llega a las periferias de las ciudades debe someterse a un régimen laboral que no le asegura un salario digno para vivir, no le asegura la posibilidad de tener sus propias semillas para cultivar, quedando doblemente dependiente.

Desde el punto de vista generacional el territorio agrario se está quedando sin gente, por lo cual no se puede desarrollar. Es un gran territorio que no está siendo aprovechado, salvo para la actividad minera. En términos de fronteras, Colombia sólo se ha desarrollado en la región andina, se desconoce el territorio de los llanos orientales, por ello allí llegan otros agentes diferentes al Estado a ocupar su lugar.

En los territorios olvidados por el Estado, donde crece la cantidad de la población, crece la violencia de manera más cruda, en donde parece que la única posibilidad que tienen las personas es el desplazamiento. La ciudad finalmente se convierte en el contenedor de las crisis, históricas, culturales y productivas. Dividida en una ciudad criminalizada y en una ciudad que criminaliza, esto también genera  violencia. La violencia no se normaliza, crece, está en si misma, existe y es difícil huir de ella, porque no es posible concebir violencia sin política en este país”.

Cultura política: género y democracia

Jennifer Parra, trabajadora social que enfoca su quehacer profesional desde la óptica feminista, propone analizar la configuración de la cultura política desde tres dimensiones cuyas coordenadas están enmarcadas en el orden patriarcal que construye realidad desde el privilegio de lo masculino, en detrimento de lo femenino y feminizado: la estructura, la norma y lo simbólico.

Frente a lo estructural plantea que “esta idea de sociedad está enmarcada, si nosotros lo hablamos desde una lectura feminista (…), por un hombre blanco, burgués, patriarcal, que ha tenido acceso a la tierra, a la explotación de la tierra, de los recursos. Y que por el acceso y el manejo de los recursos ha podido instalar una cultura y la organización de la sociedad para mantener ese poder” que se articula a la construcción de la norma, es decir, la instauración de un deber ser y una calificación sobre lo que es ser hombre y lo que es ser mujer, y que se instala en las distintas formas de ver y entender el mundo —lo simbólico—, manifestándose en la vida cotidiana con expresiones como el chiste, que reproduce lo que es sancionado como lo normal o lo anormal, siendo la normalidad lo machista.

Dichos esquemas de normalidad y anormalidad tuvieron efectos concretos en el conflicto armado, como por ejemplo en las formas de victimización de las mujeres y de las personas con orientación sexual diversa que eran clasificadas como anormales, estando la violencia dirigida a atacar las formas de placer de lo femenino, sumado a la afección misma contra la vida, siendo objetivada la existencia de las mujeres, y siendo su condición asignada a unos roles específicos en los que no estaban, por ejemplo, la propiedad de la tierra —lo que validaba su expropiación violenta—. Por tanto,  las estructuras patriarcales, con su marco normalizador y su traducción simbólica han llevado a naturalizar las violencias, especialmente, según apunta Parra, sobre los cuerpos segregados por motivo de su sexualidad u orientación sexual.

Por su parte, el profesor de la Universidad Pedagógica Nacional, Oscar Ardila, sostiene que “la cultura política de Colombia es una realidad heterogénea, porque hay grupos hegemónicos que se han beneficiado de la violencia para mantenerse en el poder. Pero así mismo, hay grupos que han intentado rechazar esa violencia, proponiendo alternativas diferentes para la resolución de los conflictos, que no están asociadas directamente a la agresión del otro”. 

La normalización de la violencia en la cultura política supone restos para la educación. En su apreciación “la educación no puede limitarse a la capacitación para el trabajo, sino como una formación integral del ser humano, para la ciudadanía. Entendiendo que el bienestar debe estar asociado al bienestar del otro, no por encima del otro. El bienestar como construcción de consensos sociales” por tanto “la educación debe apuntarle a la formación de ciudadanos en un contexto libre de violencia donde los conflictos no se nieguen, sino que se resuelvan mediante el ejercicio de la democracia” en procura de superar la narrativa de la exclusión en la que es válida la pérdida de la dignidad del otro por medio de la exclusión.

La cultura política desde el análisis filosófico

Desde otra orilla de análisis, el filósofo Alejandro Mantilla propone situar la discusión sobre la violencia en la cultura política colombiana en cuatro claves: “primero, en Colombia ha primado una lógica de deshumanización, es decir, de comprender a los congéneres no como humanos susceptibles de reconocimiento, sino como seres intercambiables, prescindibles, desechables o descartables (…) porque son ‘peligrosos’, no son dignos de respeto o son parte del enemigo”, prácticas como el sicariato o el terrorismo de Estado tendrían tras de sí esta “especie de racionalidad que ha acompañado toda la historia nuestra”, esta forma de asumir al otro es denominada por algunos autores como “el bloqueo  de segunda persona” en tanto se ve al otro humano “como algo ajeno a mi mismo” dando paso a una especie “de economía de la insensibilidad frente al otro”.

La segunda clave es “la imposibilidad de tener una lógica del nosotros (…) la imposibilidad de tejer un proyecto compartido” que va desde la configuración misma de un proyecto de nación, hasta la interacción yo-tu-nosotros, es decir, el ver al otro ser humano como ajeno. Esta dinámica nos ha llevado a un adiestramiento que genera la imposibilidad de ver a quien es diferente como humano, sino que le vemos como descartable o prescindible, teniendo como resultado que a buena parte de la población colombiana no le importe la guerra, pero tampoco las víctimas. A dicha situación, Alejandro Mantilla la denomina ≪Economía de la insensibilidad frente al otro≫, es decir, la “deshumanización, de no reconocer al otro y de considerarlo como matable, torturable y como alguien susceptible de hacerle daño”. 

En tercer lugar señala la lógica del enemigo interno, que en el caso de Colombia se ha construido desde el anticomunismo. Malcolm Deas: “a Colombia llegó primero el anticomunismo que el comunismo”, al nivel que cualquier proyecto que tuviera visos de democracia, izquierdas, o algo alternativo, ya era considerado como una amenaza al orden social, “esa lógica del enemigo interno generó, no solo que se bloqueara una posibilidad del “nosotros”” plantea Mantilla.

El tratamiento de la diferencia como enemigo interno, impidió la apertura de escenarios de diálogo, posibilita horrores como “ la Guerra de los Mil días, la persecución al movimiento liberal de mediados del siglo XX, el genocidio contra el movimiento sindical, el genocidio contra la UP y la actual persecución a líderes sociales”, en lugar de entender al otro como parte de un conflicto desde el agonismo, planteado por Chantal Mouffe.

Finalmente plantea como cuarta clave la lógica del privilegio. Se trata de una clase dominante que se puede entender como casta, que se ha beneficiado de la desigualdad y la injusticia social para mantener unos privilegios y por tanto, hace lo posible para que dicha situación no cambie: “Esa casta ha combatido lo que ha considerado el enemigo interno, es decir, a quienes se han opuesto a esos privilegios, ha deshumanizado a lo que considera el enemigo interno y ha impedido un proyecto de nación”, de nosotros, mediante la promoción de la insensibilidad con respecto al otro.

Y entonces, ¿cómo se ha normalizado y/o legitimado la violencia en la cultura política colombiana?

En este punto, ya sabemos las coordenadas generales para entender la noción de cultura política, o mejor, de culturas políticas, dado que por ejemplo, no todas sus configuraciones han incorporado o comprendido del mismo modo la violencia, es decir, se han construido distintos modos de asumir y entender las relaciones con el otro y las relaciones entre el Estado y la sociedad. Desde la perspectiva de los sectores sociales y los actores políticos, también se han configurado distintas formas de entender al diferente o al adversario, en donde no siempre prima la normalización —cuando no se cuestiona— o la legitimación —cuando se valida— de la violencia como único mecanismo de tramitar diferencias. Por tanto, ni existe un gen de la violencia, ni por consiguiente somos violentos por naturaleza, como tampoco existe una sola configuración de cultura política, ésta se ha construido históricamente y ha tenido unas formas específicas de concreción en función del contexto.

La violencia no tiene una única expresión sino que opera de distintas maneras y a diversos niveles que se pueden identificar en uno estructural, uno cultural y uno directo. Las y los académicos con los que charlamos, señalaron que la forma hegemónica de la cultura política en su relación con la violencia guarda un estrecho vínculo con el modo en el que se construyó el Estado colombiano, con base en los “archipiélagos de poder” de los tiempos coloniales. Dicha construcción fue a partir de la elitización de las relaciones de poder, en donde una clase dominante política y económica, que devino culturalmente en una suerte de casta, dio lugar a un sistema de exclusiones de los sectores y paisajes racializados, de los sectores y espacios populares o subalternos, de lo femenino y los sujetos con orientaciones sexuales diversas, instalando históricamente una lógica en donde todo aquel que disintiere de ese orden establecido o se apartara de lo sancionado culturalmente como lo normal, era concebido como un enemigo sujeto de eliminación.  

La desigualdad estructural de la sociedad colombiana es el efecto de la instauración de un capitalismo rentista que se ha sostenido históricamente de la acumulación de la tierra y del poder financiero, por lo que en esos términos, la violencia ha sido el mecanismo propio para asegurar la generación y acumulación de la riqueza, en beneficio de las clases dominantes. En esa vía, el cuestionamiento de dicha estructura permitiría encontrar salidas a esa fórmula fallida de la riqueza que más bien se ha traducido en pérdida, un cóctel de destrucción, guerra y muerte. 

Es importante señalar que la lectura de este fenómeno histórico, político, social y cultural desde la óptica feminista, permite entender que la cultura política colombiana se enmarca en un orden patriarcal que se edifica sobre la base de la normalización de las múltiples violencias. De esta manera, poner en el foco de análisis tres dimensiones transversales: la estructura, la norma y lo simbólico, amplía y complejiza el panorama, en tanto, abarca a nivel individual y a nivel social las lógicas de deshumanización en que hemos sido socializados.

En síntesis, para que nuestra cultura política se reconfigure rechazando la violencia como única forma para tramitar el disenso en el ámbito de lo político, según lo identificado en la investigación, haría falta dar pie a un proceso de cambio estructural que habilite el espacio para la construcción de paz con justicia social y democracia, en el que sea transversal a su vez, un proceso educativo de desnormalización de lo violento y de visibilización de las prácticas democráticas que tienen lugar en diversos sectores y territorios.

Investigación realizada por el equipo de la Revista Hekatombe.

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