Odio TransMilenio

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Últimamente, cada vez que me subo a un TransMilenio me distraigo mirando lo que hace la gente. Tuve que acudir a esta práctica invasiva porque no tengo interés de estrenar celular y leer en el bus no es una opción, siempre que lo hago termino con mareo.

Lo normal es ver a personas que todo el camino están viendo TikTok, chateando o hablando por teléfono. Hace poco una señora le contaba a alguien que su hija había manchado con clorox la falda del colegio, estaba preocupada porque no tenía la plata para comprarle otra y le parecía muy triste mandar a la niña a estudiar con esa falda toda vuelta nada. Hace unos días, sin querer, leí cuando una muchacha pedía prestados 10 mil pesos. Y en otro trayecto, a un muchacho le terminaron porque no tenía tiempo para salir por estar trabajando, pobrecito, casi le digo que le hacía el favor de leer los mensajes, las lágrimas no lo dejaban ni abrir bien los ojos.

Básicamente es lo que se ve en TransMilenio, muchos problemas y poca plata. Bueno, lo que veo gracias a la chismografía y la mamertería, por supuesto.

Odio TransMilenio. El 10 de enero fue convocada una colatón por el aumento de la tarifa, sinceramente estuve tentada a saltarme el torniquete, pero soy muy torpe y nerviosa, seguro si me pongo de aventurera desbanco al “Man del Tapabocas”. Días después, la alcaldesa decidió que la solución para evitar a los colados era acudir a la estrategia simple, plana y evidentemente mockusiana, de disfrazar a una gente con trusas violetas para que aplaudieran a quienes pagan el pasaje. Pero eso da para otra reflexión.

Por la misma época fue noticia que un conductor de Sitp humilló a un colado, luego, en TransMilenio, hubo un intento de linchamiento porque una persona no pagó el pasaje. Personas con problemas y sin plata, linchando a personas con problemas y sin plata. Sin necesidad de trusas, pero con la resignada obediencia de defender un sistema de transporte que a diario nos roba un poquito de vida y dignidad.

Creo que en TransMilenio sufrimos algo que llamo “microperiodos de tristeza aguda”. Durante dos o cuatro horas diarias luchamos para no dejarnos atrapar por ella: una sensación de impotencia causada por los problemas con los que tenemos que lidiar, como no contar con la plata para comprar la falda del colegio, conseguir 10 lks prestadas o no tener tiempo para vivir porque toca trabajar. Al parecer la forma de pilotearla es acudiendo a la resignación, sin esperanza de que algún día todo podrá ser mejor, sino viviendo lo inmediato, porque el peso de la cotidianidad nos lleva a dejar de lado las causas estructurales y reducirlo todo al hecho de no tener suerte.

La dura cotidianidad se agudiza en TransMilenio con el hacinamiento, la baja frecuencia de los buses, el alto costo del pasaje, la falta de acción frente al acoso, la economía del rebusque, los trayectos llenos de basura y la ciudad medio destruida, así como el hecho de saber que unos pocos se lucran con estas condiciones y que se espera que aceptemos pasivamente que no hay alternativa, que nos callemos y la sigamos piloteando mientras miramos vídeos de TikTok, chateando, hablando por teléfono o chismoseando lo que hacen los demás. En Bogotá, parafraseando a Fredric Jameson, parece que es más fácil imaginarse el fin del mundo que la puesta en marcha de un sistema de transporte digno y realmente público.

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