Mi pronombre favorito es Camarada

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Mi pronombre favorito es Camarada. Una declaración de amor a la militancia y el compromiso vital por cambiar el mundo

A la Nueva Izquierda le corresponde no esperar con optimismo que los viejos desastres y las represiones engendren las antiguas respuestas defensivas, sino descubrir las nuevas frustraciones y los nuevos conflictos potenciales dentro de la vida contemporánea (...) La militancia duradera no se construye sobre las ansiedades negativas, sino sobre las aspiraciones positivas. E. P. Thompson, Democracia y socialismo, página 298.

El individualismo reinante, impulsado sin tregua desde todos los flancos del sistema, debilita el sentido colectivo que sostiene y hace posible la militancia. Nos convence de que podemos con todo por nosotros mismos, incluso con algo tan desafiante como cambiar el mundo. Nos dice que somos grandiosos, únicos y que nunca deberíamos poner nuestra «chispa» singular al servicio de una estructura colectiva que podría desdibujarnos o engullirnos en sus malvadas fauces autoritarias. Pero, a contracorriente de esta idea, creo que lo mejor de nosotros surge cuando nos unimos a otros para trabajar por una causa compartida en la que creemos y nos empeñamos con pasión.

Cada vez que en nuestra batalla interior se impone la idea de que es mejor estar solos y aislados «haciendo lo que podemos», el sistema gana y se perpetúa. Mark Fisher nos advierte que una de las características de la subjetividad moldeada por el capitalismo es: «No cargues con nada que no puedas quitarte de encima en cinco minutos».

Militar hoy no es tarea fácil. No solo porque la épica y los excedentes utópicos que antaño sustentaban este ejercicio se han debilitado fundamentalmente, sino porque en tiempos muy difíciles nos toca reconstruir un nuevo mito revolucionario con los pedazos y nostalgias que quedan y con las cosas nuevas que hemos ido aprendiendo de las derrotas.

Además, no podemos desconocer que la militancia ha sido una experiencia amarga para muchas personas. No son pocos los que, tras su paso por organizaciones o partidos, han quedado más rotos que esperanzados. No pretendo invalidar esos dolores ni desconocer las dificultades colosales que implica la militancia aquí y ahora, pero sí defender que, a pesar de todo, sigue siendo valioso y necesario militar y ser camaradas si de verdad queremos cambiar el mundo.

Gracias a las expectativas de nuestros compañeros, acudimos a reuniones a las que, de otro modo, faltaríamos. Hacemos trabajo político que podríamos evitar. Tratamos de estar a la altura de nuestras responsabilidades mutuas. A cambio, experimentamos la alegría del compromiso, aprendemos en la práctica y superamos miedos que, de estar solos, nos abrumarían. Nuestros compañeros nos hacen mejores y más fuertes de lo que podríamos ser en soledad. (Jodi Dean, Necesitamos Camaradas, publicado en Jacobin.)

Jodi Dean lo expresa así en Necesitamos camaradas: «La disciplina militante libera». Pero esta visión choca con el paradigma del hedonismo individualista y neoliberal y una de sus expresiones en la socialización política, que es la pertenencia líquida y distante. Hoy en día, estamos poco dispuestos a hacer algo que nos interpele o nos exija renunciar a los pequeños placeres de la vida pequeñoburguesa a los que accedemos a base de la superexplotación que nos imponen y que nos imponemos.

Cuando lo hacemos, buscamos pertenencia política como si fuera un producto de consumo: la organización o partido deberá ajustarse perfectamente a nuestras expectativas, ideas, intereses, estilos y formas personales. Hemos sido convencidos de que somos poseedores de una genialidad singular que nadie más tiene y que no vale la pena poner en relación con otras personas en el difícil camino de construir un intelectual colectivo capaz de dirigir el curso de la lucha.

El individualismo neoliberal nos ha corroído. Por eso, todo compromiso colectivo se asume con desconfianza, con la vista puesta en la puerta de salida y con nula disposición a afrontar el desacuerdo, la discusión y las tensiones inherentes a cualquier proyecto militante.

Muchas veces queremos que la militancia sea un eterno momento heroico, una revuelta gloriosa, una toma constante del Palacio de Invierno. Se pierde de vista que la revolución es un proceso largo y contingente. Militar también es llegar a una reunión en una tarde lluviosa y descubrir que las cosas no salieron como esperábamos. Es lidiar con la desesperanza, la pasividad y el peso de la cotidianidad, que muchas veces inhibe nuestras ganas de luchar. Pero también es rebelarse contra la idea de que no puede pasar nada nuevo ni mejor; es trabajar arduamente para que la vida algún día pueda ser otra cosa.

El mundo que queremos no va a llegar por arte de magia. Esto lo sabemos todos.

El movimientismo de causas concretas y las acciones espontáneas es importante, pero tiene un límite. Sin un plan estratégico, sin un horizonte de transformación, las valentías espasmódicas corren el riesgo de disiparse en el aire. Para que la lucha tenga sentido y continuidad, hacen falta militantes que la sostengan, la organicen y la proyecten más allá de la coyuntura inmediata. En ese sentido, me distancio radicalmente de la idea, muy en boga, según la cual basta con muchedumbres multicolores inorgánicas para cambiar las cosas. Se necesitan partidos, organizaciones y militantes que consagren las mejores horas de su vida a la lucha.

Cuando se habla de militancia, se suele resaltar, a veces más de la cuenta, la disciplina, el trabajo duro, las renuncias y los sacrificios. Todo ello es esencial. Pero rara vez se menciona que las organizaciones y partidos también son espacios de afecto, de aspiraciones positivas, reservorios de esperanza colectiva. Lugares donde muchas personas hemos encontrado sentido a nuestras vidas, nos hemos cuidado y querido, a pesar de las relaciones de poder que, muchas veces, lamentablemente, también se reproducen.

Desde mi experiencia personal, puedo decir que el hambre, la carencia y la tristeza han sido más llevaderas gracias a los camaradas que me ha dado la lucha.

Hace poco vi una película sobre la posguerra —recomendada por una camarada que me aseguró que, en esta historia, para variar, los comunistas eran los buenos—. Se llama El tren de los niños.

En ella, un grupo de niños del devastado sur italiano es persuadido para viajar al norte y recibir refugio, alimentación y educación mientras pasa el crudo invierno. Todo esto, a cambio de nada. Sus madres dudan, porque detrás de esa generosidad no está la Iglesia ni una fundación filantrópica, sino el Partido Comunista de Italia. Sus militantes —ex partisanos, profesionales y trabajadores— recibieron en sus humildes casas a niños de familias no comunistas, simplemente porque su compromiso con la humanidad lo exigía. En ese compromiso vital no cabía la desconfianza.

Por supuesto, la solidaridad puede existir fuera de los partidos y organizaciones. Pero difícilmente alcanza esas dimensiones ni adquiere ese sentido transformador que convierte un acto individual en una declaración de guerra contra el capitalismo y sus valores.

Militar es empezar a matar el individualismo tiránico que habita en nosotros y clavar una espada en el corazón de los valores dominantes, que no solo nos someten, sino que nos quitan las ganas de enfrentarnos y luchar. No todos tienen que ser militantes, pero sin militantes, ninguna transformación radical de la sociedad será posible. La esperanza de un mundo mejor depende de nuestra capacidad de convertir nuestras causas en compromiso, disciplina y pertenencia sólida, más que en meros gustos, preferencias o modas de las que podemos desprendernos o desconectarnos cada vez que nos aburrimos. Si queremos un mundo en el que las mercancías no valgan más que las personas, necesitamos más que desearlo o añorarlo: necesitamos compromiso, estrategia y militancia.