Marcha por la Dignidad: semillas anticoloniales para reactivar las nuevas luchas sociales

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En un contexto sociopolítico en que la pandemia trancó los procesos movilizadores masivos en Colombia, la Marcha por la Dignidad desde Popayán, Cauca, emergió como una forma de acción colectiva encaminada a: 1) «despertar» en la cultura política y el Estado el rechazo a los asesinatos contra líderes/as sociales y excombatientes de FARC y 2) protestar contra las políticas del gobierno Duque respecto a la implementación del Acuerdo Final de Paz —AFP—. Fue, en suma, un fenómeno colectivo de resistencia contra la violencia racializada del sistema político colombiano y el orden social vigente capitalista que desafió las medidas de confinamiento. Si sólo quieres ir al grano, puedes ir a la parte 3 y 4 del presente texto.

  1. Panorama global: Black Lives Matter y la alta desigualdad latinoamericana

El nuevo coronavirus no paralizó por completo la situación mundial de protestas de 2019, pues Black Lives Matter se ha constituido en el fenómeno colectivo movimientista de tendencia global que más constancia e impacto ha tenido en tiempos de pandemia, una muestra de que la fuerza de las movilizaciones sociales puede, en ciertas circunstancias, imponerse a las barreras del confinamiento obligatorio decretado por los Estados, más si éstas son vacilantes como en el caso de los EE. UU. El Espectador registró el 28 de julio 2020 que la ciudad de Portland «ya suma más de 55 días ininterrumpidos de protestas contra el racismo» y el envío de tropas federales a la ciudad ordenado por Trump escaló las tensiones. La popularidad de Trump por el manejo de la crisis por coronavirus y el estallido social desatado tras el homicidio contra George Floyd ha reducido su legitimidad y el oponente demócrata Joe Biden en la actualidad lo está aventajando en intención de voto.

La situación de protesta en Latinoamérica, nuevo foco de la pandemia, no ha recuperado los niveles de movilización social de 2019 debido a las medidas excepcionales contra la crisis —aunque ha habido protestas masivas en Bolivia, Chile o Ecuador—, pero el panorama de la estructura económica es desalentador y puede convertirse en combustible de protestas incluso más radicales. Oxfam reveló que el caso de Latinoamérica, la región más desigual del globo, es crítico. Mientras que 73 multimillonarios latinoamericanos incrementaron sus fortunas entre marzo y junio de 2020, la región enfrenta un panorama abrumador, pues «hasta 52 millones de personas podrían caer en la pobreza como consecuencia de la pandemia, un retroceso de 15 años». El desempleo, la alta informalidad laboral, la crisis migratoria venezolana o sistemas de salud precarios son algunos de los factores estructurales que están golpeando gravemente a Latinoamérica de acuerdo con Oxfam.

Tal parece, pues, que el capitalismo sigue funcionando y está más vivo que nunca, pero en beneficio de las élites financieras. Pero merced a un trasfondo histórico de luchas antisistémicas o sistémicas alternativas en Latinoamérica, la exacerbación de este orden financiarizado puede más bien estar estimulando a sus propios sepultureros.

  1. Panorama nacional: siguen los asesinatos contra líderes/as sociales y excombatientes

A finales de 2019 y principios de 2020 Colombia vivió un estallido social, sin precedentes desde el paro cívico de 1977, conocido como 21-N. Este fenómeno colectivo mezcló procesos de movimiento social —esto es, de masas descentralizadas con orientación al cambio (Munk, 1995, p. 17)— articulados con la organización jerárquica del Comité Nacional del Paro [CNP] —con alta representación sindical—. Este Comité en diciembre de 2019 presentó al gobierno nacional un pliego de 104 puntos, una síntesis de demandas de las organizaciones y movimientos sociales que hicieron parte del 21-N. El 21-N, pues, se puede comprender como un proceso de contragobernanza (Quiñones, 2019) que mezcló la coordinación sociopolítica de las redes de solidaridad con las de la jerarquía de organizaciones sociales y el CNP. Se trató, en consecuencia, de un ejercicio disputativo de contragobernanza sin necesidad de estar articulado a un partido político aglutinador de intereses.

Este fenómeno colectivo inició el 21 de noviembre de 2019 y terminó aproximadamente el 20 de enero de 2020 tras procesos de desgaste y agotamiento. En vista de esto, el CNP convocó un nuevo paro nacional para el 25 de marzo de 2020, pero la imprevisible crisis por pandemia echó al traste estos intentos. En tales circunstancias parece que este «despertar» social hubiera sido puesto en estado de suspensión con las medidas excepcionales para aplacar el avance del nuevo coronavirus. Las acciones colectivas que siguieron después tuvieron reivindicaciones más locales —trapos rojos contra el hambre, marchas contra los desalojos— y no llegaron a articularse de manera nacional.

Sin embargo, la pandemia no frenó la conflictividad armada y, antes bien, los asesinatos contra líderes/as sociales y excombatientes continuaron. En una nota de prensa la Marcha por la Dignidad expresó al respecto que 300 líderes/as sociales han sido asesinados desde la firma del Acuerdo Final de Paz —AFP—; asimismo, 216 excombatientes de las FARC han sido asesinados desde su reincorporación en 2016 y denuncian 100 feminicidios cometidos durante la cuarentena.

En el año 2020, de acuerdo con Indepaz, «han sido asesinados 47 líderes indígenas, 14 de estos durante la cuarentena», para un total de 167 asesinatos contra líderes/as indígenas durante la presidencia de Iván Duque.

La lideresa afro Danelly Estupiñán, integrante del Proceso de Comunidades Negras —PCN— denunció que la situación de cuarentena ha puesto en mayor riesgo a los/as líderes/as sociales, pues los sicarios que los actores armados utilizan para los asesinatos pueden encontrar a los/as líderes/as más fácilmente en sus casas. Según Indepaz, a 22 de mayo de 2020 habían sido asesinados en Colombia 28 líderes/as sociales «desde que comenzó el confinamiento a finales de marzo», confinamiento que empezó más concretamente, de acuerdo con Estupiñán, el 25 de marzo, fecha en la que, como se expuso, se tenía previsto un nuevo paro nacional.

A esta situación se suma la conflictividad del Cauca —región desde la que comenzó la Marcha por la Dignidad— «en ascenso desde el inicio de la cuarentena. Para inicios de junio […] Cauca registró el asesinato de 9 asesinatos a lo largo del 2020». En total, «57 defensores de DD. HH. y 37 excombatientes desde la firma del Acuerdo de Paz» han sido asesinados en el Cauca (Forero, 10 de julio de 2020).

En los reportes de prensa aquí citados hay un factor común y es la mención de la firma del AFP como punto de inicio para contar la desastrosa cifra de asesinatos. Y es que el AFP ha tenido como objetivo estratégico gestionar los problemas de cierre del sistema político colombiano, cuya exclusión llevó históricamente al ejercicio de la violencia guerrillera como opción político-militar. Tal cierre no sólo se ha institucionalizado estatalmente a través de hechos como el Frente Nacional, sino que en él es crucial el exterminio físico y simbólico a la oposición política. Por esa razón el AFP incluía la creación del SISEP —Sistema Integral de Garantías de Seguridad para el Ejercicio de la Política—, un sistema de seguridad encargado de garantizar la vida de quienes ejercen la oposición en sus territorios, pero la implementación de esta medida está actualmente simulada por el PAO —Plan de Acción Oportuna— de Duque, sin articulación integral con el AFP según Olger Pérez, líder de la Asociación Campesina del Catatumbo. La persistencia sistemática de los asesinatos muestra el fracaso de la simulación de la implementación[1].

Es en este contexto de violencia colonial y política, reproducida en tiempos de pandemia y de simulación de la implementación del gobierno Duque y el uribismo 2.0, que emergió la Marcha por la Dignidad.

  1. ¿De qué trató la Marcha por la Dignidad?

La Marcha por la Dignidad fue un fenómeno colectivo, el primero de corte nacional en tiempos de pandemia, en el que miembros de distintas organizaciones sociales recorrieron aproximadamente 590 kilómetros desde Popayán hasta Bogotá para manifestarse en contra de los asesinatos a líderes/as sociales y excombatientes. La Marcha comenzó el 25 de junio y terminó el 10 de julio. En principio, estuvo compuesta por 12 participantes[2] hasta completar un máximo de 25 por protocolos de bioseguridad; no obstante, García reportó que «cientos de integrantes de 40 organizaciones sociales llegaron […] a Bogotá». El siguiente esquema ilustra su trayectoria, la cual pasó por las ciudades capitales de Cali, Pereira, Armenia e Ibagué:

Fuente: El Espectador (Forero, 10 de julio de 2020).

Entre las organizaciones de los integrantes que participaron se encontraban el Consejo Comunitario Afro-Renacer del Micay, el PCN —Proceso de Comunidades Negras—, la Coordinadora Nacional Agraria, el CRIC —Consejo Regional Indígena del Cauca— y estudiantes de la Universidad del Cauca. Consistió, entonces, en una acción colectiva de organizaciones en la que participaron afros, estudiantes, campesinos/as e indígenas, además de algunos excombatientes de las FARC.

A medida que pasaba por distintas partes del territorio nacional, más personas organizadas acompañaron la Marcha hasta determinados puntos del país:

«En su recorrido se fueron sumando otras organizaciones y procesos sociales en Santander de Quilichao, Jamundí, Cali, Cartago, Pereira, Armenia e Ibagué, logrando visibilizar otros actos de protesta y movilizaciones, tal y como sucedió en el caso de las comunidades indígenas Nasa, recientemente desalojadas en el sector de La Viga-Pance en la ciudad de Cali».

Fue entonces un proceso movilizador que, aunque nació como expresión de rechazo a los asesinatos sistemáticos[3] que sufren ciertos sectores de la oposición y para pedir el cumplimiento del AFP, articuló reivindicaciones particulares de miembros de organizaciones sociales de los territorios por donde pasaba como las referidas al desplazamiento forzado causado por amenazas de actores privados o grupos armados o desalojos ordenados por los gobiernos en tiempos de cuarentena. Asimismo, algunos estudiantes que marcharon, como David Bolaños de la Universidad del Cauca, expresaron otras reivindicaciones como la matrícula cero para sus universidades. Otras personas como Jairo Narváez, de la Asociación Indígena del Cauca, protestaron contra la estigmatización a la oposición hecha por el gobierno Duque.

Fuente: Pares Pacífico (10 de julio de 2020)

Una de las consignas más importantes que se vieron en la marcha fue: «Nos están matando»; otra consistió en: «Ser líder social no es un delito», tal y como lo ilustra esta fotografía protagonizada por un integrante del Consejo Regional Indígena del Cauca         —CRIC—.

La Marcha estuvo motivada por la necesidad de complementar las denuncias y ejercer una acción más enfática contra el exterminio político y buscó hablar tanto a la sociedad civil como al Estado. A su vez, quiso recuperar las olas movilizadoras del 21-N que fueron suspendidas por la crisis por el nuevo coronavirus, esto es, sembrar una «semilla para recuperar la movilización social que se nos llevó la pandemia», pues «no nos vamos a quedar quietas porque nos están matando», como expresó una de las marchantes. Al tiempo, ante la naturalización de los asesinatos en la cultura política colombiana, en palabras de un estudiante, «la idea [era] recorrer cada uno de los puntos del país para que [éste] despierte» (Red Alterna Popayán, 3 de julio de 2020).

Dentro de los repertorios de acción, aparte de la larga caminata y el grito de consignas, hicieron acto de presencia acciones carnavalescas como la música. Ya en Bogotá, miembros de la Primera Línea creada en el 21-N también acompañaron la movilización.

  1. La Marcha por la Dignidad como lucha simbólica anticolonial

El concepto de colonialismo interno de Pablo González Casanova (2006) puede dar algunas luces sobre cómo entender que a pesar de la «independencia» contra la Corona española y la instauración de repúblicas con aspiración a la soberanía las luchas anticoloniales sigan vigentes, lo cual va en contravía del reduccionismo del marxismo ortodoxo de las luchas políticas en torno a la dominación de clase (González, 2006).

Este fenómeno colonial está relacionado con el colonialismo tradicional, esto es, el régimen que mediante la codificación de pueblos y gentes en razas inferiores/superiores ejerció dominación política, cultural y económica sobre los/as colonizados/as y controló sus recursos desde el siglo XVI. La consecuencia de estos procesos de dominación y extracción de recursos es la inserción desigual de las colonias a una economía-mundo en fase de mundialización, la cual desarrolló sus procesos capitalistas centrales gracias a los excedentes obtenidos a partir del trabajo esclavo y servil de las colonias.

El colonialismo interno, pues, hace explícita la reproducción y reconfiguración de estas jerarquías sociales en la constitución de las nuevas repúblicas, independizadas ya de sus viejas metrópolis. Es un proceso de asimilación y dominación económico, político, social y cultural ejercido en contra de grupos étnicos como los indígenas y afro, los cuales son integrados desigualmente a un nuevo Estado-nación que los excluye. Los colonizados internos son construidos como una «raza» y una «cultura» distinta respecto a las élites dominantes que instauran una idea de lo nacional. De ese modo, dentro del Estado-nación el poder político se distribuye según grupos étnicos —«razas»—: unas dominadas, otras dominantes (González, 2006).

Para González Casanova, estas luchas contra el colonialismo interno sólo se pudieron concretar de forma movimientista hasta finales del siglo XX y el caso emblemático de estas luchas es el alzamiento zapatista que ocurrió en Chiapas en 1994.

La inserción de los nuevos Estados a los procesos de acumulación capitalista desataron, en términos generales, un proceso de proletarización y empobrecimiento, sujetando a los habitantes de las regiones en conflicto a dinámicas económicas, políticas y militares —y paramilitares— ajenas a ellos y su territorio (González, 2006, p. 423). De ese modo, el colonialismo interno creó espacios en los que centros urbanos explotan espacios rurales periferializados.

Tras los procesos de globalización neoliberal, determinados capitales trasnacionales entraron en relaciones de acumulación por desposesión contra los territorios y la cultura de grupos étnicos de las periferias en nombre del «desarrollo» extractivo-exportador que han promovido élites nacionales. Así pues, el colonialismo interno se integró al colonialismo internacional y trasnacional en el marco del régimen neoliberal vigente del sistema capitalista.

El asesinato contra líderes/as indígenas y afro cumple una función de preservación del orden social vigente colonial y capitalista en ese sentido, pues aniquila selectivamente a quienes se manifiestan contra el régimen del colonialismo interno. Es una violencia racializada. Estos asesinatos selectivos deterioran procesos políticos comunitarios y preservan las históricas condiciones de subalternización de los pueblos y gentes afectados, limitados en sus posibilidades de constitución de autonomía e identidad sobre sus territorios, si bien estos pueblos y gentes siguen resistiendo. Es una forma de continuar el cierre del sistema político que quería combatir el AFP y mantener el bloque de poder ganadero, latifundista y financiero aupado en la hegemonía uribista, la cual se renovó con el uribismo 2.0 del «moderado» Duque y sus políticas de simulación de la implementación del AFP.

La Marcha por la Dignidad es un fenómeno colectivo contra el colonialismo interno con un marcado aspecto simbólico: es el esfuerzo de una caminata de cientos de kilómetros el que constituye la fuerza política del acto. El hecho de caminar durante dieciséis días a pesar de la pandemia y los hostigamientos frecuentes por parte de la fuerza pública instituye un símbolo, una práctica simbólico-discursiva de resistencia campesina, indígena, estudiantil o afro, que constituye a los marchantes como sujetos políticos y, al tiempo, aspira a que otras personas se subjetivicen políticamente según las reivindicaciones de los manifestantes. La Marcha no confronta militarmente al Estado, pero sí supone cierto desafío a las medidas estatales de restricción de movilidad aunque dentro de protocolos de bioseguridad que limitaron la fuerza social de la movilización.

Como proceso colectivo la Marcha partió de marcos de creencias compartidos (Ibarra, 2000) que configuran identidades opositoras y contrahegemónicas, un «nosotros» de una multitud que sufre injusticias estructurales y un «ellos» responsable de esas injusticias: el gobierno, partes de la sociedad civil —grupos armados, paramilitares, actores privados que contratan sicarios, trasnacionales, etcétera—. En ese sentido, la Marcha fue una acción que disputó y disputa la hegemonía y reivindica sus propias identidades políticas: critica el consenso parcial existente alrededor de las políticas de seguridad del gobierno Duque, pide la implementación del AFP, a la vez que defiende su existencia como sujetos/as políticos y critica la pasividad de sectores de la sociedad civil que no empatizan y han naturalizado la grave situación de DD. HH. de los/as líderes/as sociales y excombatientes de FARC.

Pero no consistió en un proceso movimientista, pues fundamentalmente la Marcha fue protagonizada por integrantes de organizaciones políticas como Congreso de los Pueblos o las anteriormente mencionadas. Su aspiración es justo esa: ser una acción de miembros de organizaciones sociales que estimule un «despertar movimientista» descentralizado a través de su fuerza como acto simbólico.

La metáfora de la Marcha como semilla es diciente, porque una semilla requiere ser plantada, cuidada y pasar por determinados tiempos de germinación. No se esperaba entonces que la Marcha como tal detonara un estallido social en una coyuntura difícil para la movilización social, sino dar los pasos para las futuras acciones colectivas que, de una u otra forma, tendrán que enfrentar las circunstancias autoritarias de un confinamiento indefinido, un Congreso virtualizado incapaz de controlar al ejecutivo y una pandemia para la cual no hay cura. Por eso, más que una acción que partió de una «estructura de oportunidad política», lo que buscó fue sembrar algunas semillas para la creación de esa estructura bajo un horizonte de historicidad y en un contexto de alta violencia.

Dentro de los participantes de la Marcha hay conciencia de su carácter anticolonial, del cual es ilustrativo la presencia de organizaciones indígenas como el CRIC y la AIC u organizaciones afro como el PCN, con trayectorias históricas de lucha por la identidad étnica, la autonomía, la vida y la tierra, particularmente, en este caso, desde el Pacífico colombiano. Sebastián Quiroga, de Congreso de los Pueblos, al ser interpelado sobre los sentidos de la movilización expresó que: «210 años después de la Independencia, nuestro país sigue sometido a las decisiones de algunos pocos, como era en tiempos de la Conquista y de la Colonia cuando los comuneros, los esclavos y los negros se levantaron contra ese yugo».

Las palabras de Sebastián Quiroga, en consecuencia, muestran algunas características del colonialismo interno al establecer una relación de continuidad entre las luchas comuneras y afro de la Colonia con la Marcha por la Dignidad: ha llegado la república, pero en sus más de dos siglos de independencia la dominación colonial contra pueblos étnicos permanece, así se reconfigure según las transformaciones del capitalismo mundial. A esto contribuye el cierre del sistema político colombiano, cuyo carácter oligárquico y violento ha torpedeado la participación política de otros grupos sociales ajenos al bloque hegemónico de poder. Por eso hay que continuar luchando contra la reproducción del colonialismo presente en toda la historia republicana, reconfigurado hoy por hoy en un escenario de globalización y establecimiento de economías de enclave en los Estados periferializados del sistema-mundo.

Por esas razones, la Marcha por la Dignidad se puede comprender como una expresión de resistencia simbólica no movimientista contra el colonialismo interno en tiempos de pandemia, para la cual es crucial la disputa por la implementación del AFP y el cumplimiento de los DD. HH. para el ejercicio efectivo de la oposición política.

Las jerarquías sociales en Colombia han sido paliadas antes y durante la pandemia con políticas asistencialistas, pero es posible que el agravamiento de la crisis haga obsoletas estas medidas de focalización del gasto social. Por eso este trabajo ha querido rescatar la Marcha por la Dignidad del olvido mediático como un tipo de acción colectiva de alcance nacional que, de una u otra forma, lucha contra las jerarquías coloniales instauradas mediante una violencia política de carácter sistemático y reivindica sus propias identidades como sujetos políticos, su derecho a existir políticamente. Esta Marcha ilustra los retos y limitaciones que supone movilizarse en tiempos de confinamiento, pero ya las semillas movilizadoras de dignidad se han caminado y arrojado.

Referencias

Estrada, J. (2020). La situación general. Contradicciones y conflictos de un proceso abierto. Cuadernos de la implementación 1. Bogotá: Gentes del Común y Cepdipo.

González, P. (2006). «Colonialismo interno [una redefinición]». En A. Borón, J. Amadeo y S. González (comps.), La teoría marxista hoy (pp. 409-434). Buenos Aires: Clacso.

Ibarra, P. (2000). «¿Qué son los movimientos sociales?» En E. Grau (ed.), Anuario Movimientos Sociales. Una mirada sobre la red. Barcelona: Icaria Editorial.

Munck, G. (1995). «Algunos problemas conceptuales en el estudio de los movimientos sociales». Revista Mexicana de Sociología, 57(3), 17-40.

Quiñones, J. (2019). La idea de contragobernanza. Elementos para una teoría crítica del gobierno. Estudios políticos, (56), 18-39.

[1] La tesis de la simulación de la implementación Jairo Estrada la entiende como «”representar una cosa fingiendo o imitando lo que no es”. Se trata en ese sentido de mostrar que ejecutorias gubernamentales, con las que se pueda construir alguna relación con la implementación, deben ser consideradas como ejecutorias del Acuerdo de paz y la implementación, aunque en sentido estricto no lo sean» (2020, pp. 54-55).

[2] La Revista Semana reporta «14 representantes de varias organizaciones sociales» (27 de junio de 2020).

[3] Respecto al tema de la sistematicidad, Ariel Ávila sostiene que ésta reside no en que exista un único actor que ordene los asesinatos, sino en el perfil de los asesinados, la mayoría «reclamantes de tierras o de verdad», líderes étnicos o activistas medioambientales (Ávila, 21 de julio de 2019).

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