“Antes de todo fuimos víctimas… que fui perseguido y acorralado por la guerrilla, que fui víctima de persecución y secuestro como lo fueron el resto de mis vecinos y guiado por ello para que los acompañara según lo que decían en aquel momento a combatir el enemigo de la nación colombiana y fortalecer la institucionalidad y la democracia”.
Así inició su segunda intervención ante la Comisión de la Verdad, Salvatore Mancuso antiguo jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia, justificando la necesidad de la justicia por mano propia, la imagen del victimario héroe, que se ve obligado a tomar las armas para defenderse, a mostrar ese hombre que se equivoca, que sufre y se arrepiente.
No es desestimar todo lo que dijo Mancuso, porque reconocer su responsabilidad dentro del conflicto social, político y armado colombiano es fundamental para avanzar hacia la reconciliación y la verdad. Que Mancuso de nuevas imágenes y escenarios de los ya comprobados nexos de paramilitares con políticos, policía, ejércitos, ganaderos y civiles, sus barbaries, masacres y violaciones a los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario, abre nuevas preguntas, pero también permite, como lo decía una víctima, “entender y no olvidar” lo que paso en la historia reciente del país.
Lo que hay que tomar con pinzas es la reiterada posición de Mancuso en su discurso, en la que intenta legitimar ese relato de la víctima que quería ser salvadora, pero al final se equivocó. Ese hombre que, al ver el sufrimiento de los otros, sus semejantes, su clase —no pobres, no campesinos, no mujeres, no indígenas—, inicia un recorrido para crear una organización al margen de la ley, pero gestada en el seno del Estado para defender a sus indefensos compatriotas.
Que los hermanos Castaño Gil y él —Mancuso— al ver la inoperancia e ineficiencia del Estado, se vieron obligados a armarse y asumir la responsabilidad colectiva de autodefenderse y atacar a todos aquellos que causaban daños a la población, a convertirse en el Estado que no existía, a ser la ley y el verdugo que las comunidades pedían —o que no pedían—.
Para Mancuso fue tal el éxito de las estructuras paramilitares y su aceptación que las poblaciones les solicitaban construir hospitales, escuelas y barrios, pero si pusiéramos el mapa de la Colombia que el ex jefe paramilitar describe y uno actual de las zonas de influencia del paramilitarismo, las imágenes serían completamente opuestas.
Salvatore excluye en su relato que las razones económicas, políticas y culturares, fueron elementos estructurales para el nacimiento y expansión del paramilitarismo, y las nombra como secuelas de la lucha antisubversiva, en donde las masacres, asesinatos, desplazamientos y torturas fueron consecuencias inevitables para conseguir sus objetivos individuales ‘heroicos’.
Cabe decir que dichos medios —o la supuestas consecuencias según el relato paramilitar—, eran completamente contrarios a la defensa real de quienes son considerados víctimas del conflicto, y eran mas bien el mecanismo para el mantenimiento y protección de intereses económicos y políticos de familias influyentes en cada una de las regiones donde hacían presencia.
Es necesario cuestionar y desarmar este sentido construido del paramilitarismo como una narración de héroes y villanos en donde los jefes paramilitares ocupan el papel de protagonista, ese “Rambo”, ese “Bolívar del Sinú” (como nombraban los medios a Carlos Castaño) que con miedo y temor no quiere perder esta batalla y por eso recurre a cualquier clase de estrategia legal e ilegal para llegar al poder o cedérselo a otros héroes financiadores y cómplices.
Hoy ese sentido común se mantiene tanto en la narrativa de los paramilitares como en partidos políticos, instituciones públicas y estatales que en su intento por salvar a la indefensa Colombia no les queda otro camino que salvarnos con plata y plomo.