Caminar por Caloto, Buenos Aires o Toribio. Por Teorama o Tibú. Por el norte del valle o el sur del Chocó, es una experiencia estremecedora. Es sentir un nudo en la garganta. Hablar con las personas y vivir, por tan solo un momento su vida cotidiana, es suficiente para despreciar el conflicto armado contemporáneo.
Kilómetros y kilómetros de vías destapadas hechas por la misma gente, o vías en buenas condiciones en las zonas de interés del gran capital legal o mafioso. Gente alegre que le saca chiste a ciertas dinámicas del conflicto armado, pero que no deja de decir «y eso es lo que nos toca vivir a diario» con rabia pero también con resignación.
Las paredes o las señales de tránsito en las carreteras tienen las reglas de la guerra. Pintas en las que incluso se lee «prohibido ciclistas». Las pancartas, stickers y pintas anuncian no solo la presencia y control sobre la zona, ponen de manifiesto algo más profundo: el control de la cotidianidad. Pero la cotidianidad de la gente parece más fuerte, se resiste pese a todo. Siguen las fiestas, la risa, la minga o los proyectos productivos de base. Aún con el miedo o la prevención.
El indio, el afro, el campesino, no han estado cómodos con el conflicto, y pese a esto, no dudan en afirmar con contundencia «antes había algo de ideología, algo de política, ahora todo es plata, plata y plata». «En el corregimiento vecino un integrante del actor armado estaba bravo con el profesor, por un juego o algo así, un día se pelearon y el tipo, el combatiente, no se aguantó. A las semanas vino y mató al profesor y mató a la familia. En otro tiempo a ese integrante lo habrían sacado del grupo, habría pasado algo, ahorita nada. No pasó nada. Es que esto está más difícil ahora» me contaban en el Cauca.
El conflicto no es blanco y negro. Cuando se recorre se ratifica lo que han dicho las ciencias sociales hace mucho. El conflicto es denso, y la exclusión, la desigualdad, el racismo estructural, son sin lugar a dudas, sus motores. En zonas excluidas y satanizadas el conflicto se territorializa. Se integra a las dinámicas sociales y comunitarias. Las familias extensas se entremezclan con las dinámicas de la guerra. Es imposible que no pase. Los estereotipos sobre los que se montó la seguridad democrática perdían de vista justamente esa territorialización, por eso las pacificaciones militares implicaban sangre y fuego contra esas familias extensas sin ningún tipo de distinción.
Es que la guerra es jodida. Gente que raspa la mata de coca porque es lo que toca, otros que buscan beneficiarse con cada muerto, no solo desde el bando ilegal, también desde el bando legal e incluso de la sociedad civil. Con la muerte se transan beneficios, beneficios muy específicos. Burocracias organizadas exigen recursos por la muerte. Cuanto más conflictiva sea una zona más pueden exigir recursos, pero sin ningún efecto transformador para las bases o el territorio.
Los actores armados usan el nombre de la gente para legitimar su actuar, pero las rentas ilícitas que los sustentan, con su mecánica y sus efectos, se van metiendo en el tejido comunitario. Las expectativas de vida de la cultura traqueta, el porte del fierro y su poder, la desarmomia del indígena que terminó consumiendo drogas, más por verse en callejones sin salida que por libre elección. Todo va carcomiendo esa vida cotidiana que procura resistirse.
El soporte de las comunidades siempre es la organización. Las burocracias con sus intereses individualistas parecen desviar los propósitos de esa gente jodida que se organiza, pero con todo, la autonomía y lo colectivo busca echar raíz. Se ve a la pelada, al pelado joven que se mete a la guardia indígena e impulsa lo que toque impulsar. La comunidad pensando junta en cómo jalonar un proyecto productivo, o adaptar cierta zona para construir algo de beneficio común.
Cuando se ve a esas personas reflexionando juntas sobre cómo organizar su territorio, es difícil no pensar con molestia en la soberbia del actor armado que justifica su presencia, así sea solo desde el discurso, en la «ayuda a la comunidad», cuando el mismo resguardo, consejo comunitario o vereda campesina se piensa y proyecta a sí misma y desde tiempo atrás sin necesidad de ese respaldo.
En un resguardo me quedé viendo a una señora, una autoridad indígena, con un vestido de un color que resaltaba sobre todo lo demás, caminando con calma mientras llevaba su bastón de mando por la mitad de la vía destapada. En otro unos niños iban bajando un cerro, con calma, adelante del papá que llevaba el azadón al hombro, todo mientras un indígena joven, de unos veintitantos años, describía con lujo de detalle en qué parte había tubo del agua bajo la tierra, dónde había cableado y cuál sería la mejor manera de construir. Una calma que reñía con mi rabia interna, la rabia de pensar por qué, por qué esta gente tranquila se tiene que aguantar la mierd4 de la guerra.
Dicen Flaco Flow y Melanina en su canción «La jungla»:
«Maldita guerra, guerra hijueperra
vas a acabar conmigo
Vas a acabar con mi tierra
Unos la originan, otros la patrocinan
El pueblo pone las victimas
Y otros la medicina
Los más perjudicados somos nosotros
Los pobres que pagamos con lágrimas en el rostro
Así es como funciona este pais,
así es como me tratan a mí».
Las comunidades están agotadas de la guerra, pero ven con escepticismo los discursos de paz. Y no es extraño. Sin embargo, las salidas negociadas y las apuestas por la superación de la desigualdad, de la injusticia social, siguen siendo las mejores opciones.
Como dicen por el Cauca: cuenten con nosotros para la paz, no para la guerra.