La gran mayoría de las mujeres filósofas le entregamos nuestra vida a una disciplina que se percibe como inexistente, o en el mejor de los casos, irrelevante para la sociedad colombiana. Tomamos esa decisión luchando en contra de la presión de nuestro entorno social y de críticas ofensivas tales como “te deberías conseguir un marido con plata porque un consultorio del ser y la nada no produce ganancias ni para la cerveza del viernes por la tarde”. Aun así, entramos a la facultad de filosofía, ansiosas de pertenecer a un lugar que aparenta distanciarse de las formas de exclusión y de los estereotipos que gobiernan y distorsionan el día a día de los colombianos; creemos ingenuamente que allí nuestras ideas van a ser valoradas y que tal vez, algunas personas devorarán nuestros escritos sobre disertaciones importantes para el pensamiento humano.
Sin embargo, ahí donde se supone que se examinan minuciosamente todas las ideas, nos enfrentamos a prácticas dañinas e idearios discriminatorios que son legitimados, sin ningún indicio de duda, por parte de los grandes precursores de la filosofía local. En esta panacea criolla, que se jacta constantemente de ser más excelsa, elevada y superior que el vulgo ciudadano, se permite que algunas figuras de autoridad claven a sus estudiantes mujeres y que desdeñen abiertamente de su origen social y económico, y que las excluyan deliberadamente, más aún si no tienen un apellido francés o algún estudio en el exterior que ayude a disimular lo excesivamente colombianas que son.
Frente a esto, algunos de nuestros colegas filósofos (tanto docentes como estudiantes) no hacen más que tomar cínicamente el papel de víctimas ante la sociedad. No voy a negar que la economía global está aniquilando a las humanidades con el paso de los años, que el mercado laboral dominado por las élites y sus maquinarias sepultan el pensamiento crítico a su conveniencia (pues quien piensa por sí mismo desobedece a las imposiciones del poder) y que los discursos de la cultura posfordista sumergen a las personas en la ética del emprendimiento y las aleja de la debida reflexión. Empero, aceptar lo anterior no significa quitarle responsabilidad a la academia ni nos da licencia de hacernos las ciegas con las conductas sexistas y sectarias que frecuentemente se reproducen en este espacio.
Es descarado e irresponsable por parte de estos colegas escribir columnas, artículos y demás quejándose de la falta de oportunidades que hay para los filósofos en Colombia mientras ellos mismos son los promotores de la segregación que vive la academia. ¿Dónde estaban las quejas y los actos de inconformidad cuando presenciaban en sus respectivas universidades los abusos de autoridad? ¿Acaso expidieron un comunicado alegando que algunos profesores discriminaban a sus compañeras? ¿Sacaron algún artículo denunciando que se excluye deliberadamente a las mujeres filósofas de los planteles educativos más prestigiosos del país? ¿Se escandalizaron cuando notaron que en sus almas mater se establecen dieciocho puestos docentes para filosofía y que solo uno de ellos es ocupado por una mujer? No, porque mientras los esquemas de dominación y represión les beneficien, no hay actos de inconformidad ni quejas que critiquen el quehacer filosófico en el país, aunque sí hay pie para criticar al resto de quehaceres ciudadanos.
La filosofía nos enseña a cuestionar y reflexionar sobre los esquemas de poder que nos dominan y a justificar las condiciones morales que hacen permisible desobedecer a la autoridad (sea política, legal, religiosa o académica). Debemos así examinar y poner a prueba no sólo las posturas filosóficas que defienden nuestros profesores sino también sus actos y sus maneras dañinas de referirse a quienes no creen dignas para la filosofía. Es imperativo cuestionar y desobedecer no solo a la élite política y económica, sino también a la élite intelectual. Es una ingenuidad creer que podemos remplazar a la primera con la segunda, ya que ambas se alimentan de la obediencia, la reverencia y las necesidades de las personas. No podemos justificar más que aquellas mentes relativamente brillantes utilicen su posición para determinar quién puede leer, analizar y escribir sobre filosofía ni debemos estar detrás de un velo de ignorancia sobre lo que acontece en nuestros recintos educativos solo por la necesidad de aprobar una materia, recibir un diploma, o ser recomendado en un trabajo.
Igualmente, es desalentador e inclusive moralmente reprochable que nuestros docentes y estudiantes de filosofía se quejen de las formas de la academia únicamente cuando dejan de recibir beneficios, y no cuando se cometen injusticias sistemáticas hacia las mujeres filósofas. No se puede legitimar más que algunos profesores manipulen a ciertas estudiantes para que compartan intimidad con ellos bajo promesas coercitivas, juegos de manipulación y amenazas que aseguran acabar con sus carreras. Ni tampoco se puede justificar que las juzguen con sentencias tan típicas de nuestra idiosincrasia como “ella se lo buscó” “ella quería acostarse con él solo para obtener una monitoria” o “se dejó enredar del profesor por un puesto en el grupo de investigación”, porque esto solo replica y normaliza las conductas machistas que se critican tanto en el aula de clase.
No basta con ser el mejor académico o académica de Colombia, ni con dar las mejores discusiones o tener los mejores escritos. Es necesario que nuestras palabras se correspondan con nuestras acciones porque de lo contrario nuestra labor no tiene ningún sentido. Si queremos ser fieles a la verdad, como lo haría un verdadero filósofo o filósofa, tenemos que empezar a plantear a la filosofía como una manera de vivir en la que nuestro proceder sea mínimamente coherente con nuestras ideas y más profundas convicciones. Debemos levantarnos contra estas manifestaciones de machismo al interior de la escuela filosófica colombiana pues quien se dice crítico de la injusticia debe enfrentar todas sus formas y no solo aquellas que afectan a sus intereses.
Publicado: 17 de marzo de 2018.
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Por: Juliana Lucía Forigua Sandoval | @forigua_juliana Mala filósofa y fiel defensora de la desobediencia civil. Amiga de la casa Hekatombe.