En esta columna, me propongo reflexionar sobre las razones por las cuales algunas mujeres suelen ser crueles con otras mujeres y, especialmente, desean no ser identificadas con las demás mujeres. Además, proponer acciones que puedan ayudarnos a dejar estos comportamientos. Espero que la lectura sea provechosa, especialmente, para las mujeres que están perdiendo la maravillosa oportunidad de conectar con otras mujeres. Les aseguro que después de reconocer que es más lo que nos une que lo que nos separa, lo que queda es una vida llena de relaciones significativas y de acceso a conocimientos y creaciones valiosísimas.
Sin planearlo, en mi preadolescencia empecé a definirme a mí misma como diferente a las demás mujeres (como si todas fueran iguales), tenía comportamientos para conseguir la aprobación masculina en áreas académicas (no estaba interesada en relaciones, así que nunca fue un comportamiento para atraerles en ese sentido) y entre más me alejaba de mis compañeras, más reconocida y halagada era por mis compañeros.
Cuando era niña, en mi primaria, llegué a tener un grupo grande de amigas (el número cambiaba, pero en general éramos 6, 8 o 10 amigas). No obstante, después de una decepción (la ruptura de la amistad con quien fue mi mejor amiga desde primero hasta sexto), decidí no volver a amar a una amiga como la quise a ella. Por ese motivo, en séptimo grado, la mayoría de mis amigos eran hombres. Sólo me relacionaba con mujeres en las horas de recreo, pues los niños estaban en actividades que no me gustaban. Llegué a tener una que otra amiga más, pero nunca creé un vínculo estrecho e imborrable con ellas. Mi justificación era que con los niños sí tenía temas de conversación y sí me entendía. Ellos reforzaban esa acción diciendo que yo era diferente a las demás niñas, por ser más madura, inteligente e interesante. Les creí y reafirmé mi excepcionalidad frente a las otras. Sin planearlo, en mi preadolescencia empecé a definirme a mí misma como diferente a las demás mujeres (como si todas fueran iguales), tenía comportamientos para conseguir la aprobación masculina en áreas académicas (no estaba interesada en relaciones, así que nunca fue un comportamiento para atraerles en ese sentido) y entre más me alejaba de mis compañeras, más reconocida y halagada era por mis compañeros.
Lo positivo es que esto gradualmente ha cambiado. Un punto de inflexión importante fue conocer en grado décimo a mi profesora de filosofía. Vi en ella lo que yo aspiraba ser. Por primera vez, tenía un referente femenino al que admiraba. No porque ella fuera la única mujer, sino porque la educación que invisibiliza a las mujeres en la música, en la ciencia, en la política, etc. no me había acercado al trabajo de esas mujeres. El acercamiento tenía que hacerlo yo.
La misoginia interiorizada se refiere a la internalización del machismo en nosotras, que nos lleva a despreciar todo lo relacionado con la feminidad.
En consecuencia, ya en la universidad, me acerqué al feminismo por mi cuenta. El acercamiento fue teórico: leía artículos y libros. Entonces, en el feminismo radical, encontré la explicación que daba cuenta de lo que me ocurrió en la adolescencia. La misoginia interiorizada se refiere a la internalización del machismo en nosotras, que nos lleva a despreciar todo lo relacionado con la feminidad. Se manifiesta de muchas maneras: odiándonos a nosotras mismas y lo que nos hace mujeres, criticando a otras mujeres, despreciando que nos identifiquen como parte de ese grupo llamado mujeres”, entre otros. En mi caso, se manifestó de manera clara en un deseo de ser separada del grupo de las mujeres. Si se identifica a un grupo como negativo en esencia, lo esperable es que no desees ser parte de ese grupo. Pero como nadie elige ser mujer u hombre, la identificación aquí ocurre de un modo más complejo: soy lo que soy, una mujer, pero no soy como ellas.
Al encontrar esta explicación, exploré la misoginia interiorizada en mi propia vida y el trabajo era grande. Había naturalizado tanto el desprecio hacia las mujeres que me costaba nombrarme como tal y, aunque quisiera montar coreografías con otras mujeres, no podía hacerlo por el desprecio que sentía a todo lo que se relacionaba con lo femenino. Me estaba conteniendo y negando ciertos deseos, sólo para ser excluida de ese grupo al que relacionaba con lo negativo.
En definitiva, ver a las mujeres, saber que existen y conocer su maravilloso trabajo. En ese trabajo, normalmente invisibilizado, encuentro que tenemos muchísimo en común, empezando por los intereses que compartimos.
Lo bueno es que el trabajo empezó y poco a poco he ido matando en mí la misoginia interiorizada. Lo he logrado por medio de leer a otras mujeres; escuchar las composiciones de otras mujeres; asistir a exposiciones de otras mujeres; conversar con otras mujeres; admirar a otras mujeres, etc. En definitiva, ver a las mujeres, saber que existen y conocer su maravilloso trabajo. En ese trabajo, normalmente invisibilizado, encuentro que tenemos muchísimo en común, empezando por los intereses que compartimos.
Aún escucho a otras mujeres decir que se relacionan sólo con hombres porque con las mujeres no comparten nada en común. Gracias a la formación feminista, me parece imposible que esto pase, pues veo a las mujeres en todas partes. Si te interesa el veganismo, hay mujeres veganas por montones (es más, somos mayoría); si te interesa el metal, ve a un concierto y verás que siempre hay mujeres; si te interesa la composición musical, hay compositoras increíbles; si te interesa escribir, hay mujeres escritoras con obras maravillosas y reconocidas. En fin, no puedo imaginar un solo espacio en el que no haya otras mujeres. Hasta en las revoluciones hemos estado, incluso en la línea del frente. Por lo tanto, cuando decimos que no tenemos nada en común con otras mujeres, lo que en realidad ocurre es que no estamos viéndolas. Ellas están ahí, sólo falta que nos quitemos la venda misógina y las veamos, las admiremos y aprendamos de ellas.
el odio a lo femenino y a las mujeres que nace en ciertas mujeres no es resultado de sí mismas, sino de una sociedad que desprecia lo femenino y que conduce a que se nos trate de modo injusto, asignándonos características que no tenemos, negando el valioso trabajo que hacemos e invisibilizando nuestras potencias y creaciones.
Mi propósito no es señalar a ninguna mujer que reafirme una y otra vez su supuesta diferencia con respecto a las otras mujeres, puesto que estos comportamientos son resultado de una defensa. En el fondo, lo que las empuja es un deseo de reconocimiento como personas sintientes y pensantes. Es decir, el odio a lo femenino y a las mujeres que nace en ciertas mujeres no es resultado de sí mismas, sino de una sociedad que desprecia lo femenino y que conduce a que se nos trate de modo injusto, asignándonos características que no tenemos, negando el valioso trabajo que hacemos e invisibilizando nuestras potencias y creaciones. También es el resultado de no querer asumir las expectativas sociales que se nos imponen. Pero ¿realmente el odio y el desprecio hacia lo que creemos son las mujeres -de nuevo, como si todas fuéramos iguales- es el camino para ser reafirmadas y reconocidas? La respuesta es negativa. El odio y el desprecio hacia lo femenino y las mujeres se convierte en un autodesprecio que conduce a la constante negación de quienes somos, de nuestro cuerpo, de nuestra opresión y de nuestra liberación.
Es, por lo tanto, en el encuentro con las otras y en la filia entre nosotras que podemos construir las condiciones para que nosotras mismas seamos reconocidas como personas libres, que no necesariamente deben cumplir con los estereotipos que se les asignan a las mujeres.
Dicho esto, estoy convencida de que la única manera de lograr el reconocimiento que tanto deseamos (especialmente dejar de ser cosificadas y, por lo tanto, ser afirmadas como personas) se encuentra no en el odio a las mujeres ni en el odio a la feminidad, sino en el reconocimiento de la otra. Por medio de la visibilización de las mujeres, abrimos camino para que nosotras mismas y las que vienen (posiblemente nuestras hijas, sobrinas, hermanas) sean reconocidas. Por medio de la admiración de otras mujeres, admiramos nuestras propias potencias. Es, por lo tanto, en el encuentro con las otras y en la filia entre nosotras que podemos construir las condiciones para que nosotras mismas seamos reconocidas como personas libres, que no necesariamente deben cumplir con los estereotipos que se les asignan a las mujeres. En consecuencia, la única manera de transformar esas condiciones que nos llevan a no querer ser identificadas con las mujeres es en el encuentro con otras mujeres, puesto que sólo de esa manera lograremos destruir los prejuicios y estigmas que nosotras mismas sostenemos y que nos impulsan a odiarnos. Dicho en palabras de la maravillosa Audre Lorde: “no seré una mujer libre mientras siga habiendo mujeres sometidas”. Entonces, ninguna será afirmada más allá de los prejuicios hasta que se entienda que las mujeres no somos los prejuicios sexistas que se nos han impuesto.