Emilia Pérez, Audiard y la estupidez blanca

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Hay temas que, dentro de su frivolidad perene, manifiestan una intrascendencia tan absoluta que no ameritan algún tipo de desgaste conceptual. Tal es el caso de la película titulada Emilia Pérez, del torpe e infame director francés Jacques Audiard, hasta que tuvimos el placer de escuchar sus últimas declaraciones en entrevista acerca de la lengua española. Tomaremos como referente dicha eventualidad, sin desestimar la grotesca caricaturización que hace del movimiento Trans. Narrativa acaecida en el filme y que merece su propio análisis.

Para aportar un poco de contexto, Emilia Pérez es una producción francesa, que retrata la vida y vicisitudes de El Manitas, ficcionalización de narco mexicano, que toma la decisión de cambiar de sexo. Aunque sincrética la síntesis, más allá de ello, nos topamos con una serie de tropiezos que enmarcan dicha producción como una de las obras más irrespetuosas y desatinadas. ¿Por dónde empezar? Es complejo jerarquizar el horror cometido por el director, pero como hemos mencionado, puntualizaremos en uno de sus elementos como premisa fundamental. El pésimo e irrespetuoso uso de la lengua española y su componente ideológico. En este sentido, es conveniente recordar la sentencia literal, proferida por Audiard: “El español es un idioma de países emergentes, de países modestos, de gente pobre y migrantes”.  

Escuchar el español de la actriz Selena Gómez es, a vivas luces, algo nefasto. No por capricho, se ha convertido en un meme ambulante. Y ni hablar de las odiosas generalizaciones culturales que terminan desembocando en expresiones absurdas, indicando que los mexicanos huelen a tortillas o guacamole. ¿Pueden ser cuestionables los límites del supuesto arte de Audiard? Nada más erróneo que tratar de interpretar el mundo desde la lengua ajena. Lo curioso es que el director francés, en otra de sus intervenciones, esgrime que su cine es para incomodar al fascismo, en este caso, me atrevo a tomar la vocería del pueblo latino de habla hispana para invitar al pseudointelectual a dimitir en su defensa de valores antifascistas. Nada más fascista que asumir la significación del concepto de lenguas de poder o aprovechar la condición social y cultural de las minorías para acrecentar sus réditos como artista. Aquella percepción de superioridad lingüística es equiparable al mayor acto de xenofobia que pueda llegar a orquestarse. En palabras de Eduardo Galeano en su obra Patas Arriba: la escuela del mundo al revés: “Países en desarrollo es el nombre con que los expertos designan a los países arrollados por el desarrollo ajeno. Según las Naciones Unidas, los países en desarrollo envían a los países desarrollados, a través de las desiguales relaciones comerciales y financieras, diez veces más dinero que el dinero que reciben por la ayuda externa” (Galeano 24).

Así pues, las declaraciones del director francés acrecientan la ignominia de su película. La caricatura cultural de un flagelo tan degradante como la narcoestética, aunado a la pobre narrativa de su cinematografía, hace que Emilia Pérez merezca tener su lugar propio e inexorable como la peor producción cinematográfica en la historia. Al igual que cualquier intervención artística, el cine como construcción de lenguaje audiovisual, no puede dejar de lado aquel elemento de verosimilitud.

Aunque la función esencial de dichas producciones, sea la evasión de la realidad como puente sacro entre la obra y el espectador, no debe tomarse a la ligera la representación cultural, cuando se cimienta a partir de referentes directos. No se cuestiona que se haya construido un musical como premisa narrativa a un tema tan sensible, mucho menos hacer visible el movimiento Trans, a quienes la marginalidad y la fuerte lucha de su reconocimiento ha sido una consigna, sino su ligereza absurda, falta de profundidad y el NO reconocimiento del otro como interlocutor válido. En este sentido, el irrespeto al imaginario latinoamericano e hispanoparlante, hace que el esnobismo del director recaiga en acepciones xenófobas, neocolonialistas y mercantiles.

El cine, tal y como lo plantea Antonin Artaud, coterráneo del infame Audiard, y del cual este último debería tomar lección no debe ser una construcción autorepresentativa vacía, como nos lo enuncia en su obra El Cine: “El cine puro es un error, como lo es en cualquier arte todo esfuerzo por alcanzar su principio íntimo en detrimento de sus medios de representación objetiva. Es un principio muy particularmente terrenal que las cosas no pueden actuar sobre el espíritu más que a través de un cierto estado material, un mínimo de formas sustanciales suficientemente realizadas. Existe quizá una pintura abstracta que prescinde de los objetos, pero el placer que se obtiene de ella conserva una cierta apariencia hipotética, con la cual, verdaderamente, el espíritu puede contentarse” (Artaud 14).

Quizá Emilia Pérez, es la forma desideologizada de como el europeo percibe a Latinoamérica. Un lugar subdesarrollado, tropical, constituido con un exotismo vacío, aventurero y vacacional. Latitudes agrestes que se estereotipan a partir del lenguaje de las drogas, la prostitución y los narcos. Suramericanos migrantes con su español atropellado y merecedores que un genio como Audiard, los ponga en la palestra global con una obra incoherente. Obvio, concebida desde la mente de un francés, blanco y capitalista que legitime su estética para que la audiencia válida, aquella que guarda sus mismas características, se deleite con el folklore propio del lenguaje de la pobreza y el subdesarrollo, aquel que Eduardo Galeano fervientemente denuncia como el color que miserablemente le han otorgado al crimen: “En las Américas, y también en Europa, la policía caza estereotipos, culpables del delito de portación de cara. Cada sospechoso que no es blanco confirma la regla escrita, con tinta invisible, en las profundidades de la conciencia colectiva: el crimen es negro, o marrón, o por lo menos amarillo. Esta demonización ignora la experiencia histórica del mundo. Por no hablar más que de estos últimos cinco siglos, habría que reconocer que no han sido para nada escasos los crímenes de color blanco (…) quienes se decían portadores de la voluntad divina” (Galeano 29).

Es esperanzador que la estupidez de un mal director de cine, haya servido para unir al pueblo latino. Su obra, más que el olvido, merece lucir como el estandarte del neocolonialismo y la xenofobia. Además de ser un claro recuerdo que el arte puede enmascararse, legitimando al opresor y denigrando al oprimido.

REFERENCIAS

  • Artaud, Antonin (1973). El Cine. Editorial Alianza, Madrid
  • Galeano, Eduardo (1998). Patas Arriba: La escuela del mundo al revés. Editorial Siglo XXI, Madrid