El tropel en la universidad pública colombiana

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El jueves pasado se desarrolló una fuerte confrontación en la universidad distrital de Bogotá el mismo día de la ciclovía nocturna durante más de cinco horas, hecho que no se había registrado hace varios años en ese campus, seguramente como consecuencia de los acuerdos con las Farc durante el gobierno Santos, al otro día los medios de comunicación estaban relacionando de manera arbitraria el asesinato de un funcionario del Banco de la República con el cierre vial de la circunvalar por este hecho.

El día de miércoles un hecho muy parecido ocurrió en el campus de la Universidad Nacional y como no sucedía hace mucho tiempo, la ciudad colapso durante varias horas. Lo que sigue solo es la recolección de una serie de diálogos que se abrieron en mis redes sociales y que volví un solo escrito que creo necesario compartirles para ir un poquito más allá del hecho del tropel en la universidad pública en el momento político en el que estamos.

El tropel en la universidad pública durante mucho tiempo funcionó como una práctica cuyo único fin era interno: mantener con vida ciertos mitos, socializarlos por lo menos entre los estudiantes. Hoy ya la gente no le copia a esa tradición y lo único que está generando, igual que los grafitis, es que el estudiantado se distancie más de los discursos críticos. Hacia afuera hace rato no tiene ningún efecto positivo, la imagen que tiene la sociedad colombiana sobre el estudiante universitario del sistema estatal se mantiene inamovible como “el tira piedra, vago, mamerto”.

Algunas personas pueden alegar que el retorno del fascismo al poder del Estado colombiano y el carácter cíclico del malestar social configuran un nuevo escenario político. Nada es nuevo ni viejo en-sí y por lo tanto su sentido y su valoración dependen de las circunstancias históricas en las que se actualiza, de las puertas que cierra y de las puertas que abre hacia futuro.

Esas personas alegan que, si el malestar de las ciudadanías jóvenes debe estallar, mejor que sea en la protesta social – y que el tropel solo es una de sus formas en el ámbito universitario. Reivindican el hartazgo y la impotencia de las juventudes que cuando se vuelve violencia, adquiere formas que – desde el punto de vista de esas personas que lo justifican – nos parecen «irracionales» porque se hacen contraculturales, es decir, que se hacen formas vivas, pero sin proyecto y como respuesta a la represión. En otras palabras, justifican el tropel como una forma contestaría de rebeldía hacia el Estado colombiano.

Al parecer el tropel en la universidad pública se justifica como una forma de tomar distancia frente al Estado colombiano, que obviamente no ha cesado de violentar a la sociedad colombiana de formas muchísimo más agresivas y sangrientas, comparadas con unos encapuchados lanzándole rocas y explosivos artesanales a una camioneta blindada ¿o acaso no siguen asesinando líderes sociales a lo largo y ancho del país? Esas personas alegan que si se quiere evitar que esa violencia – la del tropel en la universidad pública – se reproduzca como una célula cancerígena en el cuerpo social, el deber de los intelectuales orgánicos (evidentemente se puso de moda Gramsci) como constructores de la cultura y como ciudadanía activa en la re-creación de la opinión pública, no es condenar las expresiones del descontento social sino proporcionarles un fundamento conceptual, ya que tales expresiones no arrastran consigo necesariamente un proyecto político transformador deben ser respaldadas sin cuestionamientos en tanto el «tropel» no tiene como objetivo «construir un mejor país» sino «recrear la rebelión». Es estas mismas personas que justifican el tropel universitario quienes califican a cualquiera que se atreva a criticar esta tradición como reaccionario, vendido o amigo de la oligarquía colombiana.

Personalmente considero, al igual que muchísimas personas, que el tropel en la universidad pública es una forma de protesta y en ese sentido, es legítima. Sin embargo, es una forma muy particular de protesta. No es comparable, por ejemplo, como le leí a un amigo en redes, a la protesta más o menos espontánea que realizan los usuarios de Transmilenio cuando no pasa uno de los buses o algo por el estilo. En muchos de esos casos las personas que participan no solo no están organizadas, sino que no tienen absolutamente ninguna otra forma de hacerse oír. No es comparable con los enfrentamientos de comunidades cocaleras que defienden con su vida su única forma de sustento ante la arbitrariedad del gobierno colombiano que decide que la erradicación de sus cultivos no debe ser consensuada, tampoco es comparable a las comunidades que ponen sus cuerpos frente a las máquinas de los proyectos extractivos que a lo largo y ancho de nuestro territorio saquean nuestros recursos naturales.

Los tropeles en la universidad pública en la mayoría de los casos son organizados por grupos pequeños y de carácter clandestino y que, así como recurren a esa forma de protesta podrían, haciendo algún esfuerzo en poner en práctica otras formas. El tropel es un repertorio político muy viejo que actualmente causa sobre todo malestar a buena parte del estudiantado y la ciudadanía en general. Ojo que el problema no es la legitimidad de la protesta social en Colombia, ni el uso de la violencia como herramienta política, que a pesar del acuerdo con las Farc no ha perdido su vigencia. El problema es que este repertorio de protesta en la universidad pública es vacío, en el mejor de los casos, y totalmente contraproducente, en todos los casos: no comunica absolutamente nada más allá del círculo de «iniciados» que se sienten como los más revolucionarios, y rojos más a la izquierda que el mismísimo Lenin.

Estos grupúsculos deberían estar atentos a los cambios culturales que se han presentado entre el estudiantado, entre la juventud y en la misma ciudadanía. La idea es protestar, articular a la gente, transmitir un mensaje, no hacer un ritual para sentirnos bien con nosotros mismos. Organizar una protesta de estas tiene bajos costos pues no hay que movilizar ni convencer a nadie más allá de los que ya están movilizados y convencidos, incluso dispuestos a dar la vida ahí. ¿Qué se logra con eso? ¿No sería mejor tratar de «sintonizar» con quienes ven esa práctica desde una perspectiva totalmente externa, ajena o incluso con quienes no gustan de ella?

Si la resistencia que el movimiento estudiantil universitario al gobierno de Duque se va a reducir a los tropeles en las universidades del país, lo único que eso quiere decir es que no estamos preparados, que esa parte «consciente» que son los estudiantes no tienen qué proponerle al resto del pueblo nada más allá de la violencia contestataria que de contenido político es igual de pobre que cualquier panfleto.

Es cierto que una protesta social no existe si no incomoda, si no altera la vida de los demás, pero tratemos de que esos que ven desde afuera al menos sepan por qué lo hacemos, al menos sepan que se trata de una protesta, y si se identifican con lo que hagamos, muchísimo mejor.

Lo que debimos aprender con el acuerdo entre Santos y las Farc es que la violencia no tiene salida, no hay cómo hacerle frente a la violencia de los poderosos con el mismo tipo de violencia. Un tropel tiene más de hábito lúdico que de violencia en términos estrictos, no es bien visto por la gente. Supongamos que exista una cantidad importante de personas que lo aprueben, supongamos que a los vendedores les gusta que haya tropel porque así se van temprano a la casa luego de ver el espectáculo y así pierdan ventas, supongamos que a los transeúntes de la 26 o de la 30 en Bogotá que quedan atrapados en un trancón les gusta llegar tarde a sus casas o a donde se dirijan y padecer el olor a gas lacrimógeno y luego ver noticias de los «pobres» policías heridos mientras cumplían con su «deber», supongamos que una buena proporción de estudiantes se entusiasme con el tropel. Incluso si ese fuera el caso, es un repertorio totalmente rutinizado, algo habitual: «se rebotaron los de la pública», como lo han hecho desde los años 50 o antes. De ahí no pasa y por eso no tiene efectividad política, no sorprende, es lo mismo de siempre.

Yo difiero al igual que muchas personas, de que un tropel «recree la rebelión». Eso si acaso sucedía a fines de los 60 y comienzos de los 70, cuando la mitad de la universidad se movilizaba para protestar contra la visita de Rockefeller o de Kissinger, ahora no es así. Si algunos estudiantes externos se entusiasman con el tropel, probablemente lo hacen por diversos motivos: porque es lo que se espera de un estudiante en la pública, porque mucha gente asume que eso es lo que deben hacer “la juventud” – los papás y los mamás de esos estudiantes probablemente les pregunten por el tropel y les digan «yo fui rebelde», así nunca haya tirado una piedra – algunos estudiantes disfrutan tanto eso como un concierto, una marcha, o un evento en donde se establezca algún tipo de comunidad basada en la pasión política, no faltará el que lo haga simplemente para ganar algún tipo de reconocimiento entre sus compañeros.

Los apoyos a un tropel por mínimos que sean tienen muchas explicaciones, unas más «racionales» que otras y no todas permiten inferir que esas personas creen en «la rebelión», o son jóvenes sin miedo o acaso algo críticos. Supongamos que el tropel sirve para mantener viva la llama de la rebelión. ¿A dónde nos lleva eso? No a dónde nos puede llevar hipotética o potencialmente, sino ¿a dónde nos ha llevado, digamos, en los últimos 18 años, que es suficiente para superar la miopía y ver el panorama completo? A ninguna parte: como hay muchas motivaciones alrededor del tropel, la mayoría de la gente que se siente de alguna manera interpelada en forma positiva simplemente espera que haya otro y ya. A los que no les gusta, ciudadanos y estudiantes, le sigue comunicando lo mismo: nada.

Pero, otra vez, supongamos que el tropel sea exitoso en socializar a la gente de la universidad en una práctica de «rebelión». ¿Qué gana esa gente con un tropel? ¿Convencerse a sí misma de que está convencida? Los efectos de las protestas, y más allá, de los movimientos sociales no son inmediatos y no siempre se deben evaluar en función de los cambios que producen en una coyuntura. El tropel no tiene efectos más allá de las personas que de él participan y de quienes se sienten inmediatamente interpelados. Su único efecto, si lo tiene, es una consecuencia romántica, como la que uno experimenta cuando el psiquiatra lo manda a un grupo de autoayuda a compartir su experiencia: es como mandarse un correo electrónico a uno mismo, como hablar solo. Sus consecuencias son más negativas que positivas y por eso ha envejecido mal y es urgente repensarlo como forma de protesta social si de verdad nos interesa que esta sociedad sea un poquito más digna.

Parte de la ciudadanía seguramente le gusta el tropel porque le parece un gesto de confrontación saludable si se considera el hecho de que se ejerce contra una institución particularmente corrupta: el ESMAD, es decir: los perros rabiosos que el Estado utiliza para maltratar a la gente que expresa su malestar colectivo. El ESMAD hace el trabajo sucio de quienes pisotean todos los días la democracia y frente a ello se insiste en la legitimidad del tropel. La rebelión para estas personas que justifican el tropel en la universidad pública es escupir en la cara a una autoridad hipócrita y miserable adquiriendo con ello el buen sentido común de que no se respeta nada que sea corrupto. El tropel es hacerle saber a los asesinos que se sabe quiénes son y que no se olvida lo que han hecho. Se dice entonces que el tropel se defiende porque no toda habitualidad, no toda «tradición», no toda «costumbre» representa necesariamente un estancamiento.

En algo tienen razón quienes justifican el tropel ya que es cierto que en este país la gente está acostumbrada a perder por ser pobre, por ser negritud, por ser indianidad, campesina, por ser mujer o por ser un infante: no está demás que alguien nos recuerde que, de vez en cuando y aun siendo jóvenes, podemos levantar el puño y jugar un rato, re-crear un rato, la sensación de revuelta y el espíritu de rebelión, desafortunadamente el tropel en la universidad pública no está recordando eso a quienes siempre pierden.
Si el fin de una forma de protesta social como el tropel en la universidad pública, con tan mala fama afuera de la universidad y que desmoviliza a una parte del estudiantado, es mantener una tradición porque le gusta a un grupo pequeño, yo no estoy de acuerdo con ese fin.
Mantener una tradición no puede ser un fin, tiene que ser un medio porque las tradiciones en sí mismas no son nada emancipadoras. El fin de una protesta va más allá del entretenimiento y me opongo a que se sigan haciendo tropeles únicamente para que un grupo de personas se divierta recreando la “rebelión” y perjudicando con ello a muchas otras personas para conservar una forma de acción cuyas consecuencias políticas son mínimas tendientes a cero.
Para quienes creen que el tropel manda un mensaje al Estado: le dice que hay unos grupos desesperados por hacer algo que, sin embargo, no pueden salir de sus rutinas, han quedado atrapados en ellas y son incapaces de plantearle realmente un desafío, incluso se han vuelto conservadores y tradicionalistas.
El tropel es muy pensado, muy preparado por un grupo pequeño y organizado, muchas veces un grupo que se cree la vanguardia, y quizás porque es más fácil hacer un tropel, que se inicia con pocas personas, que convencer a la mayoría de la gente de que hay que hacer otras cosas. Esto último lleva más tiempo, sobre todo en una sociedad en donde no estamos habituados a usar la palabra. El problema es que el tropel, como ya mencioné, tiene como consecuencias o bien el rechazo, con lo que se fracasa en el intento por motivar algo de indignación a la gente, o bien la reproducción de una rutina, con lo cual la gente piensa algo así como “llegó el momento de indignarnos”, y cuando pasa el tropel siguen por las mismas. El tropel solo es exitoso si uno lo ve como un fin en sí mismo, como un mecanismo de distensión o de desaburrimiento.
El problema también es que el tropel no es un acontecimiento, es un hecho más en medio de una serie que se extiende desde el presente hasta cuando inició ese repertorio de acción. Quizás en los años 60, cuando inició esa forma de protesta, fue un acontecimiento: su irrupción súbita no se podía capturar en interpretaciones (aunque no faltó el que viera ahí una inminente “efervescencia revolucionaria”, o los que lo veían como puro «izquierdismo» o incluso como «espontaneísmo»), sorprendía al Estado y por eso implicaba un desafío real a su autoridad, pero ahora no es así, ahora es un libreto y cada quien adopta el rol que “le compete”. Acontecimiento sería salir de la serialidad, permitir que irrumpan nuevos significados, afectar de otra forma a la gente, desafiar al Estado: cambiar las relaciones ahí establecidas. Eso precisamente es lo que el tropel no hace.
La política es vulgar y para cambiarla o bien hay que inventar desde fuera o bien hay que cambiarla desde dentro. Yo no tengo la fórmula para inventar otras formas de acción y de política, es una cuestión de experimentación y es complicado cambiar porque es un producto muchas veces no planeado, sino que simplemente «emerge», pero estoy seguro que el tropel no tiende hacia ninguna de esas direcciones alternativas, precisamente porque impide que emerja algo nuevo.
El tropel en la universidad pública no pasa de un simple contentillo para quienes están estancados en la tradición y el conservadurismo revolucionario de la izquierda colombiana, la rebelión es algo más difícil y probablemente más entretenido en la medida en que empieza por cambiar a la gente, cuestionar el rol que desempeña en la vida cotidiana y en la protesta misma, cambiar las relaciones que establecen entre sí y con el Estado, resignificar sus prácticas vitales en lugar de mantener lo mismo. El tropel universitario envejeció y lo ha hecho de la peor manera.

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