Cuando iniciaron el proceso de paz con el gobierno de Álvaro Uribe Vélez en el 2002, se consideraban a sí mismos un tercer actor político dentro del conflicto social, político y armado, en el que representaban las clases medias y las comunidades olvidadas por el Estado, sin embargo, a medida que avanzaban investigaciones, recolección de testimonios y la prensa alternativa documentaba las masacres de las Autodefensas Unidas de Colombia, se les reconoció como un grupo que respondía a dinámicas regionales y nacionales para la proyección nacional de un discurso y una política hegemónica de extrema derecha, que se fundamentaba en la violencia, el despojo, el asesinato de comunidades indígenas, líderes sociales y políticos de la oposición.
Los medios de comunicación anunciaron con bombos y platillos la creación de la ley de Justicia y Paz; imágenes de Salvatore Mancuso, Ramón Isaza y Ernesto Báez, tres jefes paramilitares en el Congreso de la República, dieron la vuelta al país. Los aplausos de pie al discurso justificante de la legítima defensa de Mancuso, anunciaron que el objetivo del paramilitarismo se había cumplido: aunque ya no existirían con el nombre de Autodefensas Unidas de Colombia — AUC—, si habían impregnado a parte de la sociedad colombiana, en su mayoría sectores de las elites locales, fuerzas armadas y gobernantes regionales, con su ideario paramilitar.
El discurso anti subversivo, de la justicia por mano propia y la supuesta defensa de los derechos individuales que fundamentó los orígenes del paramilitarismo, pronto se transformó en una articulación de instituciones estatales, bloques paramilitares, empresarios y ganaderos que buscaban el “equilibrio social” entre el orden y la propiedad privada, todo esto a través del adoctrinamiento de fuerza militares, el apoyo ilegal de paramilitares en operativos militares y la conocida parapolítica.
Diversas investigaciones sociales y periodísticas han venido denunciando que en el 2002, las AUC habían apoyado la candidatura de Álvaro Uribe Vélez y que, para sorpresa de pocos, la seguridad democrática de Uribe era tanto su reconocimiento político como la aplicación legal de estrategias paramilitares en la lucha contra las guerrillas. En palabras de los mismos paramilitares, el gobierno Uribe fue un relevo en su lucha.
Hoy lo que se ve en las calles de Colombia no es sino el producto de años de legitimación para la creación de un nuevo sentido común y una memoria que apela a la legítima defensa, el racismo, la xenofobia, el clasismo y la necesidad de seguridad para ciertos sectores de la sociedad que creen han ganado por eso un estatus y unos privilegios.
Bajo el amparo de fuerzas militares y la indiferencia o financiación de gobernantes, estos sectores privilegiados creen que pueden hacer uso de la violencia física, económica y social para mantener el orden establecido narco paramilitar, amenazado por el creciente e incontenible descontento social de esas mayorías que han sido silenciadas, explotadas, asesinadas, desaparecidas y desplazadas por quienes hoy se reconocen como ‘ciudadanos de bien’.
Saben que el gobierno de turno estará del lado de ese gamonalismo armado que legitimará una vez más esa premisa de defender esos privilegios a través de un movimiento de resistencia civil en armas que se percibe amenazado por el contexto del paro nacional y encuentra soporte discursivo en los medios de comunicación que construyen la imagen de ese enemigo, en este caso de los manifestantes como ´terroristas´ ‘vándalos’ o ‘disidentes’ quienes deben ser combatidos y eliminados.