En un artículo pasado que llevaba por título «El poder del funcionariado conservador en el Estado», me refería a la continuidad de un funcionariado y de un número importante de contratistas en las instituciones del ejecutivo, que reproducen un supuesto concepto técnico sobre la interpretación de las dinámicas administrativas y normativas. Un concepto que, en el fondo o incluso en la misma superficie, está cargado de ideología racista, clasista y centralista, lo que dificulta el avance de las políticas públicas o de las interpretaciones abiertas del ordenamiento legal que contribuyan al cambio —así sea parcial— previsto por este gobierno, siendo en la práctica una zancadilla más que se suma al ataque permanente del poder mediático y de los sectores de la elite alineados a la derecha y la extrema derecha, solo que desde la misma estructura estatal, ya de por sí caracterizada por una configuración histórica desigual y excluyente.
Además de estas dificultades, se encuentran los ejercicios burocratizados de expresiones de la sociedad civil que buscan coptar y acaparar recursos en detrimento de otros sectores, y que se acostumbraron a la política clientilista y gamonal, como también señalaba en «El Estado debe cambiar, pero el movimiento social también debe reformarse». Una lógica de acaparamiento que puede terminar afectando, en últimas, el principio de planeación del Estado. A este entremado de inconvenientes, a los que se adicionan otros de distinto orden, vale la pena señalar uno más.
Frente al primer punto, hay que precisar que no todo el funcionariado ni segmentos de contratistas que vienen de gobiernos anteriores tienen esta perspectiva conservadora, ni todos los nuevos segmentos de contratistas empujan en la misma dirección del cambio.
De un lado están quienes ingresan al Estado como las cuotas de siempre, las cuotas que garantizan gobernabilidad en un país clientelista y gamonal, y que llegan sin aportar ninguna perspectiva política y/o administrativa novedosa; del otro, sectores alineados con las aspiraciones del cambio, que trabajan arduamente para impulsar acciones que contribuyan a ganar en justicia social y democracia.
Pero dentro de este sector también se encuentra un segmento mediocre. Se trata de contratistas-votantes. Personas que respaldan al gobierno, que salen a las calles en las convocatorias de movilización por las reformas, que postean en sus redes las imágenes que circulan publicitando las inversiones, los nuevos decretos o los discursos de ministros o del presidente, pero que en su dinámica laboral se caracterizan por el mínimo esfuerzo. Por acoplarse a la práctica básica del burócrata que consiste en «botar la pelota» incluso, cuando una solicitud hace parte de su competencia o está en el rango de sus posibilidades.
Un tipo de contratista que no acoje el ritmo institucional, y que recuesta sus responsabilidades en quienes asumen el momento histórico y trabajan con compromiso en el gobierno. También, se podría decir que hay otro tipo, se trataría de los que traducen la idea de garantía de derechos en una forma de garantismo asistencialista.
El asistencialismo guarda una relación con la caridad en su concepción de derechos. En este, se concibe a la población subalternizada, empobrecida, racializada o a las víctimas del conflicto, como individuos sin capacidades, ni potencialidades, ni perspectivas de autonomía o de fortalecimiento de su autonomía. Personas a las que es necesario «tomar de la mano», y tratarlas no desde la igualdad sino desde una suerte de paternalismo que minimiza esas posibilidades que proporciona la organización social. Está visión desarrolla una imagen que deshumaniza, que deja de lado toda la complejidad humana, toda la densidad, que también carga ese otro.
En un espacio de trabajo con víctimas del conflicto, recuerdo escuchar a una trabajadora del Estado contar a otra que a diferencia de ese escenario, en otros se habían gastado una importante suma de recursos para pagar un hotel cuatro estrellas y platos costosos, y que, según ella, así se debía tratar a «esas pobres personas» que venían de afuera. Me cuestioné en el momento si realmente en este tipo de actividades se debían ejecutar los recursos públicos para garantizar esa costosa «dignidad» de las personas victimizadas, o si más bien se deberían realizar eventos dignos que pongan el foco en aquellas acciones que realmente implicaran transformaciones territoriales, mejorando instalaciones, fortaleciendo capacidades, etc.
Pero además este tipo de «garantismo asistencial», que subestima y se para desde la condescendencia, entronca con las formas de exigibilidad de ciertos sectores del movimiento social, étnico y popular que asumen esa exigibilidad como la transacción de recursos que se concentran en burocracias y que no llegan a las bases y sus territorios. Lo anterior dado que el garante asistencial cede ante el recurso vacío que es demandado por el otro que viene de lo subalterno y que en el camino de movilización de años y años, se terminó burocratizando. O también cede ante ese recurso que entrega el Estado desde lo asistencial, sin concentrase en aquellas acciones que fortalecen realmente la garantía de derechos en su sentido integral.
La justicia social, la democratización, no son sinónimos de asistencialismo. El fortalecimiento de derechos implica el fortalecimiento de la organización ciudadana, y también del principio de planeación en función de una distribución equitativa de lo estatal y lo público, basados en un trato fundamentado en la equidad. El clasismo y el racismo nunca tratan al otro subalternizado como igual, porque siempre lo asumen como distinto e inferior.
Volviendo a los sectores mediocres, vale la pena recordar la famosa expresión de Salvador Allende en su discurso a los estudiantes de la Universidad de Guadalajara en 1972 pero con una modificación: ser mediocre en un trabajo con el gobierno del cambio y decir que se respalda al gobierno del cambio es una contradicción «hasta biológica».
Estar con el gobierno del cambio —con todo y sus límites y contradicciones—, en el caso de quienes trabajan desde el Estado, debe suponer asumir el cargo con compromiso y responsabilidad. El sabotaje y ataque permanente a una experiencia inédita en la historia colombiana, y la búsqueda de la continuidad, exigen un trabajo distinto, y no solo una demostración de respaldo que persiga la renovación de contratos.