Acentuar la diferencia del
sistema sexo/género no ha
producido más que desgracias
Donna Haraway
Por Giovana Suárez Ortiz y Marisol Grisales
Hay historias que no se dejan mirar desde la comodidad del entretenimiento. Adolescence, la reciente miniserie británica disponible en Netflix, creada por Jack Thorne y Stephen Graham, es una de ellas, se abre como una herida que no sabemos cómo nombrar, pero que duele porque nos implica, porque nos recuerda que incluso les niñes pueden aprender a odiar. Y que ese aprendizaje ocurre en voz baja, en casa, en la escuela, pero sobre todo en la pantalla.
La miniserie, construida alrededor de un hecho violento, el asesinato de una compañera del colegio. No es spoiler, ya todes los sabemos, desde el primer capítulo la historia se revela, pero el hecho es lo que menos importa, la pregunta es qué hay detrás. No se centra en el crimen, sino en los pasillos, las emociones y el tipo de sociedad que conducen hacia él. En lo que se ve y en lo que no, el aislamiento, la hostilidad naturalizada, los discursos que circulan como memes, bromas, verdades a medias en grupos cerrados y foros aún más cerrados. El espectador no se enfrenta a un monstruo, sino a un chico en apariencia tierno e indefenso, ¿cómo no creerle que es inocente? Y eso es precisamente lo más inquietante.
En lugar de caer en respuestas simplistas, Adolescence elige la complejidad. Muestra cómo ciertos discursos de desprecio y superioridad masculina se camuflan en la vida cotidiana de algunos adolescentes; cómo el algoritmo, que parece inofensivo, no hace más que reforzar lo que alguien ya está buscando, afirmación, pertenencia, poder. Y cómo cuando se mezcla con la frustración, la precariedad afectiva y el silencio adulto, esa mezcla puede volverse explosiva.
Desde hace décadas, autoras como Sadie Plant y Donna Haraway abrieron el camino para pensar las relaciones entre tecnología, cuerpo y poder. En Zeros + Ones, Plant escribe: “Las mujeres han estado escribiendo los códigos de la máquina desde el principio, no solo como programadoras, sino como lenguaje mismo” (p. 39). Esta afirmación, que parece lejana, adquiere importancia cuando pensamos en cómo las voces que hoy producen o resisten los discursos en la red están marcadas por lógicas de exclusión y deseo de control. Más recientemente, pensadoras como Safiya Umoja Noble han profundizado sobre el sesgo estructural de los algoritmos en Algorithms of Oppression: How Search Engines Reinforce Racism escribe: “Los resultados de búsqueda reflejan los valores y normas de los socios comerciales y anunciantes de las empresas de búsqueda y, a menudo, reflejan nuestras creencias más bajas y degradantes, porque estas ideas circulan tan libremente y con tanta frecuencia que se normalizan y son extremadamente rentables” (64). Lo que plantea Noble permite comprender cómo un entorno digital diseñado para maximizar clics puede volverse un lugar donde las emociones vulnerables, como la inseguridad o el rechazo, encuentran respuestas en discursos que refuerzan la exclusión y el desprecio.
Pero Adolescence también habla de otros silencios. El de los padres que no saben cómo nombrar lo que sienten sus hijos, el de una escuela y sus docentes sin recursos ni tiempo para acompañar de verdad, y también el de una sociedad que se aferra a respuestas binarias: blanco o negro, bueno o malo, popular o impopular, inocente o culpable, fuerte o débil. Cuando en realidad la serie insiste en mostrarnos todos los grises, lo que se quedó sin decir, lo que no se vio venir, lo que nadie supo detener. Es ahí donde la historia incomoda, en lo que no encaja en las categorías conocidas, en aquello que interrumpe el relato lineal del bien contra el mal.
Este retrato inquietante de la infancia y la adolescencia recuerda lo que Angela Davis ha dicho sobre la necesidad de comprender las desigualdades de forma articulada: “No se puede hablar de racismo sin hablar de capitalismo. No se puede hablar de capitalismo sin hablar de patriarcado. No se puede hablar de patriarcado sin hablar de racismo”[1]. En la serie, vemos cómo un adolescente socializado en un entorno masculinizado y precarizado encuentra en internet una identidad que le promete dignidad, a costa de otres.
Y es que eso es lo más duro de ver, cómo se enseña y justifica el desprecio y la misoginia desde la necesidad, cómo la violencia puede aprenderse no solo con golpes, sino con abandono, porque esta serie no se pregunta solo por quién hizo qué, sino por todo lo que se dejó de hacer antes; por la falta de escucha, por la vergüenza de hablar de emociones, por la incapacidad colectiva de crear espacios donde sea posible el cuidado, también entre varones, también entre adolescentes. Las familias hoy en día están insertas en un tornado de información abrumador sobre la crianza respetuosa, donde a padres y madres se les exige cumplir con ciertos criterios y distanciarse de los patrones familiares de sus antepasados, relacionados con formas autoritarias y violentas. No obstante, se nos olvida que la familia es solo una de las instituciones a cargo de les niñes y adolescentes, el resto de la sociedad no se ha transformado lo suficiente. De ahí deviene la frustración, pero también el dolor por haber fracasado, una vez más.
Las plataformas digitales —nos recuerda Remedios Zafra— no son simplemente canales de comunicación. En Un cuarto propio conectado, afirma: “La actualidad ha convertido la intimidad en algo que proyectamos en las redes sociales” (p. 98). En un contexto donde el sentido de pertenencia se juega muchas veces en línea, ¿cómo distinguir lo que da sentido de lo que daña? Adolescence no pretende dar respuestas. Pero ofrece un relato crudo y honesto de lo que ocurre cuando dejamos que los discursos de odio se instalen como parte del paisaje, cuando nos acostumbramos, cuando dejamos de preguntar qué hay detrás de la rabia.
Judith Butler ha planteado que tanto el sexo como el género son construcciones discursivas, cuestionando la fijeza de lo biológico[2]. En ese marco, la violencia no puede entenderse como una desviación individual, sino como una forma de sostener ciertas jerarquías de poder. Esta serie nos obliga a mirar esas jerarquías de frente, a preguntarnos cómo se sostienen, a quién benefician y a quién dejan sin lugar. No es una historia optimista, pero sí una necesaria, porque si queremos que algo cambie, primero tenemos que atrevernos a mirar. Sin excusas. Sin eufemismos. Y, sobre todo, sin dejar de hacernos preguntas.
Referencias
Butler, J. (2007). El género en disputa: El feminismo y la subversión de la identidad. Paidós.
Davis, A. (2017, octubre 26). Racism, Capitalism and the Politics of Liberation [Conferencia]. The Women’s March London.
Noble, S. U. (2018). Algorithms of Oppression: How Search Engines Reinforce Racism. New York University Press.
Plant, S. (1997). Zeros + Ones: Digital Women and the New Technoculture. Fourth Estate.
Zafra, R. (2015). Un cuarto propio conectado. Fórcola Ediciones.
[1] “You can’t talk about racism without talking about capitalism. You can’t talk about capitalism without talking about patriarchy. You can’t talk about patriarchy without talking about racism.”
[2] “Gender is a cultural construction; accordingly, it is neither the causal result of sex nor as seemingly fixed as sex.”
Marisol Grisales. PhD en Historia de la Universidad de los Andes, Bogotá-Colombia (2022). Magíster de la misma universidad (2013) y Antropóloga de la Universidad de Antioquia (2008). Feminista